Alejandro Isla (1944-2019) In Memoriam

Daniel Míguez y Gabriel D. Noel, compañeros del Área de Antropología de la FLACSO Argentina, recuerdan a Alejandro con sentidas y cálidas palabras y lo despiden con gran cariño.

In Memoriam Alejandro Isla: Mentor, Maestro, Amigo
Por Gabriel D. Noel

Conocí a Alejandro y a FLACSO simultáneamente, en el verano de un 2003 que mi memoria se obstina en evocar cercano, por la afortunada mediación de una antigua profesora mía, conocida en común de ambos. Alejandro Isla – según constaba en el mail que había recibido de ella – un colega platense cuyo nombre para mí y por entonces no era particularmente conocido, se disponía a abrir un Curso de Posgrado en Antropología Social y Política. La recomendación de mi antigua docente – por quien tuve y conservo una alta estima – me bastaba para tomar la decisión, de modo que, to make a long story short, me anoté y, ahí sí, conocí a Alejandro.

Congeniamos inmediatamente, en parte porque era muy difícil no congeniar con alguien como Alejandro, y en parte por nuestra común condición de minoría en el exilio: ambos – aunque con un par de décadas de distancia – éramos egresados de Antropología Social en el Museo de la Plata, monopolio virtual (al menos por entonces) de arqueólogos y antropobiólogos. Quizás en virtud de esa condición es que Alejandro me extendió un crédito personal e intelectual que, huelga decirlo, no tenía sustento ninguno ni derecho, por mi parte, a reclamar. A lo largo del curso – unas trece semanas – tuve ocasión de profundizar mi relación con Alejandro no sólo como docente y como investigador, sino también como persona en virtud de un número de cafés – y botellas de vino, si hemos de ser fieles a la verdad y a la memoria – compartidas luego de las clases en La Ópera, en Cinema o en algún otro de los bares y cafés que la generosidad de Buenos Aires ofrece a la sociabilidad, académica y no académica.

Finalizando el curso, Alejandro me reveló una serie de planes ulteriores hasta entonces celosamente guardados, y que me involucraban tanto a mí como al programa: en lo que a mí respecta, sus propósitos – conversados y consensuados con su por entonces principal cómplice en sede académica, Daniel Míguez – tenían que ver con incorporarme a su proyecto de investigación sobre delito, violencia y cultura política, el primero de su tipo y envergadura en Argentina. A su vez, eso implicaba comenzar un trayecto doctoral bajo la dirección del propio Daniel que incluía varios meses de trabajo de campo en Tandil, una de las localidades designadas como sede y objeto del mencionado proyecto.

La oferta, por supuesto, era irresistible, máxime a los ojos de un antropólogo graduado hacía más de una década e imposibilitado durante ese lapso, tanto por razones sociológicas, históricas y político-económicas como biográficas de ejercer la antropología en cualquier modalidad reconocible. Más esto no viene a cuento. Lo que sí importa es que una vez más, Alejandro movilizaba en mi favor un crédito que no creía haber hecho nada para merecer o para ganarme, lo cual si bien en una primera mirada no dudé en considerar como un acto de temeridad injustificable, aprendería a leer en el futuro – con el beneficio de la experiencia acumulada – como testimonio de su generosidad, su bonhomía y su don de gentes.

La cosa, sin embargo, no terminaba allí. Unos meses más tarde, en el año 2004, ya instalado en Tandil y cursando mis seminarios de doctorado, me fue revelada una porción adicional de los designios de Alejandro. El curso que había realizado el año precedente, según se me confió, no era sino una suerte de globo sonda destinado a evaluar la conveniencia y la sustentabilidad de un programa de posgrado que habría de incluir una Diplomatura y una Maestría en Antropología Social. A estos efectos Alejandro había convocado a una suerte de dream team de docentes, todos ellos nombres reconocidos en la antropología tanto a nivel local como internacional en un campo por entonces – recordemos, estábamos en 2004 – aún menguado. Sin embargo, sólo una persona desentonaba a ojos vista en esa suerte de plantel ideal de profesores, tanto por su trayectoria profesional, como por su experiencia al frente del aula y por su producción científica y académica – todas ellas entre escasas y nulas.

Yo mismo.

… porque sí, una vez más, contra toda prudencia – y contra los consejos explícitos y atinados de sus propios colegas, puede suponerse – Alejandro me invitó a formar parte del plantel docente de la Diplomatura y futura Maestría, en compañía de quienes apenas meses atrás habían sido mis propios docentes y – más importante aún – una suerte de panteón de la disciplina en cuya sombra no era digno de refugiarme (y que aún así me aceptaron como colega, con una generosidad que nada tuvo que envidiarle a la del propio Alejandro).

El resto, como suele decirse, es historia. Ciertamente puse mucho empeño en no defraudar la fe tan ingenua como conmovedora que Alejandro – y Daniel, claro está – habían depositado en mí pero tuve también mucha – muchísima – suerte y la fortuna de que su fe y su confianza se incrementaran con los años, a la par que nuestra amistad. A lo largo de la década y media en la que tuve el privilegio de considerarlo mi mentor, mi maestro y mi amigo compartí decenas de encuentros con Alejandro, encuentros que siempre combinaban lo académico, lo teórico, lo institucional, lo biográfico, lo personal y – last but not least – el buen comer y el buen beber (nuestra amistad inicial ciertamente se vio beneficiada por nuestra común afición a la charla, los chismes, los quesos y los embutidos y el single malt). Aprendí mucho de él y con él, de cómo balancear las tensiones y demandas incómodas que plantean el conocimiento y la militancia, la teoría y la intervención, la construcción institucional y las relaciones personales, la seriedad de propósito y la ligereza epicúrea del disfrute de las cosas buenas y bellas y verdaderas de la vida. Institucionalmente, siguió siempre estimulándome: poniéndome – una vez doctorado – formalmente al frente del Seminario de Teoría Antropológica de la Maestría/Diplomatura, que está a punto de comenzar su decimosexta edición, y a partir del cual he conocido a varias decenas de estudiantes excepcionales, muchos de ellos hoy colegas entrañables. Incorporándome en el plantel de investigadores del Programa de Antropología de FLACSO e invitándome a coordinar su Seminario Interno. Participando conjuntamente de actividades en Congresos Nacionales e Internacionales. Discutiendo juntos avances de sus textos o pruebas de galera. Construyendo y reconstruyendo programas de materias y seminarios. Compartiendo conmigo también sus propios conocidos, colegas, amistades, muchas de las cuáles tengo hoy el orgullo de contar entre las mías propias.

¿Qué más decir? Soy consciente de que suena a lugar común, pero dicho sea en mi defensa, no es más que la verdad estricta: mucho, muchísimo, de lo que hoy soy y lo que hago se lo debo a ese encuentro afortunado con Alejandro, en el primer piso del edificio de la calle Ayacucho. Y aunque estoy razonablemente seguro de que no he de ser el único, no puedo sino agradecer el privilegio de que alguien como Alejandro haya apostado, sin garantía ni evidencia ninguna, en quien no era más que un treintañero impertinente, jactancioso y verbalmente incontinente, prematuramente envejecido según los cánones académicos, sin nada para mostrar en el campo de la investigación y la docencia. No puedo más que aspirar a estar, hoy y siempre, a la altura de su generosidad y compromiso. Alejandro fue para mí – ya tuve ocasión de decirlo – un maestro, un mentor y un amigo. La pérdida de cualesquiera de ellos ya es de por sí lo suficientemente dolorosa, pero perder los tres a un tiempo y en una sola persona es un golpe sencillamente irreparable.

Aún así, uno de nosotros dijo una vez que más allá de los dioses que confesemos adorar o de las religiones a las que digamos adherir, los antropólogos practicamos todos una y la misma fe: el culto de los ancestros. Como docente de Teoría Antropológica no me cabe la menor duda de que éste es el caso y de que Alejandro, por todas las razones mencionadas así como por varias que la brevedad de la elegía, la fragilidad de mi memoria, el dolor o la tristeza me impiden recordar, será por siempre un ancestro venerado por sus numerosos descendientes intelectuales – aún cuando para aquellos de nosotros que tuvimos la fortuna de conocerlo de cerca y compartir con él un trayecto importante de nuestras vidas será, hoy y siempre, sobre todo, un amigo.


Recuerdos. Sobre Alejandro y la búsqueda festiva del rigor
Por Daniel Míguez

El rigor científico, la búsqueda de la excelencia y la solemnidad suelen pensarse asociadas. Es convención académica cierta actitud protocolar —una irónica forma de articular seriedad con sobriedad— para connotar el compromiso con la producción sistemática de conocimiento. Y para marcar las jerarquías en el campo. La particularidad de Alejandro era que desafiaba a esas vinculaciones. Alejandro propiciaba el trato informal en la búsqueda de la excelencia académica; habilitaba la búsqueda festiva del rigor científico. Pero en esa asociación no había concesiones. Alejandro no sólo permitía el disenso, creo que lo prefería.

Con una trayectoria de prestigio incuestionable, usaba la informalidad para allanar las jerarquías y proponer el debate. Pero convencerlo no era tarea sencilla, ni gratuita. Que permitiera el debate no implicaba un trato complaciente, más vale lo contrario. Habilitar el debate era la condición para exigir rigor y excelencia.

Alejandro podía ser convencido, pero sólo a condición de una argumentación sólida y, más que nada, de la calidad del sustento empírico de esa argumentación. Así, los debates sobre los desafíos teóricos y metodológicos de un proyecto, un artículo o un libro podían transcurrir en un panel, tomando un café o en una pizzería, podían matizarse con comentarios sobre el fútbol o con anécdotas personales, pero el rigor de la argumentación debía ser independiente de esos contextos.

La prodigalidad de esa forma de hacer las cosas me resultó evidente en muchos años de trabajo conjunto. Bajo su liderazgo iniciamos una larga serie de estudios sobre la violencia urbana, compusimos varios grupos de investigación, escribimos artículos y libros, y generamos el Área y la Maestría de Antropología Social y Política en FLACSO. Detrás de cada uno de esos proyectos existía una búsqueda que en cierta medida los trascendía. Sí, buscábamos entender y producir datos sobre el problema de la violencia urbana en la Argentina. Pero también buscábamos allanar los pruritos que le impedían a la antropología combinar la etnografía y la estadística. Y, ya que estábamos, también pretendíamos proponer una nueva forma de pensar el Estado que permitiera concebir su costado productivo (y no sólo represivo), aún cuando de políticas de seguridad se tratase. También pretendíamos crear en FLACSO un centro de investigaciones y de estudios de posgrado en Antropología que siguiera los criterios del rigor y la excelencia. Pero aspirábamos a hacerlo fomentado una dinámica grupal que desafiara los juegos de suma cero (tan comunes en la comunidad académica), para dar lugar a una sinergia que potenciara a estudiantes e investigadores.

Siguiendo el espíritu de Alejandro prefiero dejar el balance de todas estas intenciones a terceros. Si algo lo malhumoraba era la auto-indulgencia. Pero más allá de logros y fracasos la experiencia fue fantástica. La combinación de curiosidad y libertad que generaba Alejandro en sus grupos de trabajo dieron lugar a algunos de los años de mayor esfuerzo, crecimiento y felicidad de mi trayectoria profesional.

No se trataron siempre de años fáciles; debatíamos durante horas, incluso acaloradamente. Pero si eso generaba rispideces, duraban sólo minutos; bueno, tal vez unos días o una semana a lo máximo. Sea cual fuere su duración, los enojos fueron siempre anecdóticos; objetos de bromas futuras. Tan así que muchos de los desafíos profesionales que encontramos juntos en los años que compartimos siguen orientando mi trabajo aún hoy y el afecto que surgió en esa búsqueda sigue intacto, aún con su partida. Tal vez Alejandro se fue, pero algo de él quedó en muchos de nosotros. Un gran abrazo, Alex.