El desprecio en la noche de ignorancia

Blake_Newton_01El desprecio en la noche de ignorancia

Por: Estanislao Antelo, investigador y coordinador académico del posgrado Infancia, Educación y Pedagogía, Programa Políticas, Lenguajes y Subjetividades en Educación, Área Educación de FLACSO

Imagen: Newton (1795-1805, impresión, acuarela y tinta sobre papel), William Blake, Tate Britain
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De la cuestión educativa, lo que más me interesa es el trabajo docente, y del trabajo docente, la relación que los educadores establecen con la ignorancia y el desprecio. Voy a presentar sucintamente algunos aspectos de cada uno de los términos que dan vida al título del artículo y luego compartiré un puñado de reflexiones con el afán de saber si abren un camino o es menester archivarlas rápidamente.

Ignorancia

En las escuelas argentinas cantamos un himno solemne en honor al llamado “padre del aula” (Domingo Faustino Sarmiento), quien fuera además secretario de la Sociedad Protectora de Animales fundada en 1879 y al que le gustaba decir que un niño no era más que un animalito educable y dócil. En ese cántico entonado con fervor por la tropa aún no del todo educada, una expresión se destaca entre las demás: la razón en la noche de ignorancia.

Pienso que tal vez sea necesario insistir en los matices de esa oposición en tanto nos permite ir al meollo del acto educativo. Dejémosle la razón a Descartes y a miles de maestros que siempre se las ingeniaron para acumular dosis considerables de ella, y metamos la mano y la cabeza en la temida, deseada y cantada ignorancia.

Como es bien sabido, la noche, la oscuridad, la tiniebla, la falta de visión, la bruma, el error, la distorsión, la conciencia falsa y el desconocimiento son estados crónicos adonde vamos a beber los pedabobos [1] de todos los tiempos. Sin ellos, se vuelve difícil pensar el acto educativo. Es ése –y no otro– el motivo por el que un educador que se precie de tal, anda por la vida con su linterna a cuestas. El deseo de enseñar es tan constitutivo de la acción educativa como la habilidad para hacer ver al que no ve. Otro tanto parece suceder con el afán de conseguir que los destinatarios puedan “darse cuenta” de lo que hacen. Todos estamos al tanto de los manuales que relatan las épicas docentes, donde siempre habita algún adelantado, algún iluminado, algún esclarecido, algún que otro preclaro.

Como también es sabido, la sed de educar es inmortal. El doctor Freud hablaba en sus escritos de cierto furor sanandis. Creo que ha llegado la hora de reconocer que nuestra tendencia manifiesta a educar a todo aquel que nos pasa cerca, no es más que la emergencia de un furor similar que bien podríamos llamar furor educandis.

Si acordamos que la “noche de la ignorancia” se materializa en cualquier caverna (platónica o escolar), tal vez sea útil examinar sucintamente el lugar que ocupa en las relaciones pedagógicas, a partir de tres preguntas simples: ¿Qué relación establece un educador con la luz y la oscuridad? ¿Cuál es el deseo que lo anima? ¿Qué relación establece con la ignorancia?

¿Qué relación establece un educador con la luz y la oscuridad?

Los educadores no pueden no pedir oscuridad. Un iluminado no precisa ver porque ya lo ha visto todo. Por otro lado, no se educa a los alumbrados ni a los visionarios sino a los cortos de vista. En un video que realizamos con Alejandro Vagnenkos en una de las travesías por los escritorios del Ministerio de Educación en Argentina –llamado Vidas maestras, 1365 años de enseñanza–, el poeta chaqueño llamado Aledo Luis Meloni afirma lo siguiente:

…para ser un buen maestro no se necesita ser un sabio, se necesita tener amor a los chicos y espíritu de sacrificio […] Yo conozco excelentes maestras que no eran ningunas lumbreras, eran de un nivel cultural “mediano mediano”, pero eran extraordinarias maestras porque trabajaban. Si para enseñar a un chico no se necesita ser un sabio, se necesita tener vocación, querer a los chicos y darles clases permanentemente.

El sabio Aledo resuelve rápidamente dos asuntos conexos. Por un lado, muestra la relación parasitaria e irreductible que los educadores establecemos con la oscuridad; por el otro, define el acto educativo como una suerte de acontecimiento lumínico de primer orden.

¿Cuál es el deseo que lo anima?

Como es bien sabido, el abanico de respuestas es familiar. Están aquellos que en un raro pero conocido gesto afirman poder “formar hombres”, aquellos otros más realistas que abandonan la bravata formativa y se abocan a dar herramientas o armas para desenvolverse en la vida, y están los que sólo aspiran a que la enseñanza llegue a destino, es decir, que alguien aprenda algo. En los huecos de esas respuestas podemos encontrar múltiples variaciones entre las que destacan la necesidad de tener una profesión que permita vivir “dignamente” –seguro de salud, jubilación, vacaciones–, puntajes y reconocimientos (crecientemente devaluados), el amor siempre extraño de chicos desconocidos que los padres depositan en las escuelas, y una posición más bien sólida en la estructura social. Por otra parte, el deseo de educar aglutina y envalentona a la tropa educadora presta a utilizar como escudo dignificado la polémica expresión “no cualquiera puede ser docente”, que sobredimensiona los rasgos de la personalidad en desmedro de los cognitivos.

¿Qué relación establece con la ignorancia?

Vive, ama, se alimenta y factura gracias a las dosis de ignorancia que él mismo fabrica incansablemente. A mi modo de ver, quien ha tomado el toro por las astas en materia de ignorantes es Jacques Rancière, el filósofo ignorante por antonomasia. En efecto, en su veintena de libros aparecen una y otra vez distintas versiones de la función de la ignorancia; ya sea para pensar la escuela o la política, la actividad de los líderes sindicales o las obras de arte, el marxismo cientificista o la relación no necesaria entre conocimiento y política.

En sus famosos estudios sobre el movimiento obrero, el filósofo francés socava la noción clásica de toma de conciencia que se enseña por doquier en las facultades que buscan formar sujetos críticos y comprometidos con la realidad social, o en los sermones concientizadores de los educadores puericultores asociados a las formas más pedantes del escolanovismo contemporáneo. Afirma que no hay evidencias de que el conocimiento de una situación implique su resolución. Es más, dice lo siguiente: “ningún saber tiene en sí mismo la igualdad como efecto”.[2]

Rancière impugna la separación entre los que piensan (y conocen objetivamente cómo funciona la sociedad) y los que trabajan (que se restringen a la acción y tienen un conocimiento distorsionado de su situación). Esa posición no hace más que legitimar la desigualdad entre los que saben y los que ignoran. Los ignorantes precisan el conocimiento de un maestro para emanciparse. No pueden solos puesto que viven en la noche de ignorancia. Afirma que lo que le falta a los explotados

…no es un conocimiento de los mecanismos de la dominación, sino una visión de ellos mismos como seres capaces de vivir algo diferente de ese destino de explotados y dominados.[3]

Por otra parte, Rancière critica a los intelectuales que presuponen desigualdad y establecen una distancia entre la igualdad futura y la actual. Son los que pretenden graduar, los que aman los “granitos de arena”, los “pequeños pasos” que, sumados, terminarán por promover la igualdad, no para hoy, pero sí para mañana, algún día, en un mundo mejor, es decir, nunca…Por el contrario, sostiene que la igualdad es una hipótesis práctica, un axioma. No se trata de que todos somos iguales, no lo somos. Se trata de que todos podemos pensar, actuar y hablar. Por lo tanto, la igualdad no se busca sino que se practica. Rancière afirma que todos tenemos la misma inteligencia y que, por lo tanto, podemos rechazar las jerarquías del saber, la superioridad, la división entre provistos y desprovistos, y nos invita a hacer un puñado de preguntas que comparto:

¿Quién puede hablar? ¿Quién puede ver? ¿Quién está cualificado para decir lo que vemos y el sentido de lo que vemos? La respuesta tan incómoda como tajante es la siguiente: cualquiera.

Su versión de la ignorancia es compleja. No se trata de oponer al que sabe, el que ignora. El reverso de la ignorancia no es el saber sino el desprecio, y el filósofo francés afirma que el desprecio no se cura con saber sino mediante consideración. Citemos:

Es la lógica misma de la relación pedagógica: el papel atribuido allí al maestro es el de suprimir la distancia entre su saber y la ignorancia del ignorante. Sus lecciones, y los ejercicios que él da, tienen la finalidad de reducir progresivamente el abismo que los separa. Por desgracia, no puede reducir la brecha excepto a condición de recrearla incesantemente. Para remplazar la ignorancia por el saber, debe caminar siempre un paso adelante, poner entre el alumno y él una nueva ignorancia. La razón de ello es simple. En la lógica pedagógica, el ignorante no es solamente aquél que aún ignora lo que el maestro sabe. Es aquél que no sabe lo que ignora ni cómo saberlo. El maestro, por su parte, no es solamente aquél que detenta un saber ignorado por el ignorante. Es también aquél que sabe cómo hacer de ello un objeto de saber, en qué momento y con qué protocolo. Pues en rigor de verdad no hay ignorante que no sepa ya un montón de cosas, que no las haya aprendido por sí mismo, mirando y escuchando a su alrededor, observando y repitiendo, equivocándose y corrigiendo sus errores. Pero ese saber, para el maestro, no es más que un “saber de ignorante”, un saber incapaz de ordenarse de acuerdo con la progresión que va de lo más simple a lo más complejo […] Lo que le falta, lo que siempre le faltará al alumno, a menos que él mismo se convierta en maestro, es el “saber de la ignorancia”, el conocimiento de la distancia exacta que separa el saber de la ignorancia.[4]

Como casi todos ustedes, he participado en cientos de reuniones cuyo único fin es coleccionar ignorancias. ¿Cómo funcionan? Alguien tira la primera piedra (el primer desprecio) y luego la cosa se pone incontenible: faltan límites, valores, motivación, recursos, proyectos, esfuerzo, dedicación, interés; no saben, no traen, no entienden, no ven, no tienen conciencia de, etcétera. Hay mucho que pensar acerca del goce educador que consiste en identificar criaturas ignorantes por todos lados y a toda hora. Paradójicamente, los educadores indignados con la noche de ignorancia, rara vez la asocian a sus salarios.

En síntesis, da la impresión de que quien ha decido educar a las masas no suficientemente educadas, debe tener a mano en sus agendas un listado suficientemente amplio de oscuridades, visionarios e iluminadores.[5] Después de todo, como dice Rancière con astucia, es el maestro el que precisa al ignorante y no al revés.

Desprecio

La filosofía ha definido al desprecio como lo “no digno de ser visto”. El despreciado no existe. Los inexistentes no suscitan atención. Ninguneados, salen a la caza de reconocimiento. El reconocimiento no es el “buen reconocimiento” sino el reconocimiento a secas.

Axel Honneth afirma que vivimos en sociedades del desprecio y se dispone a estudiar lo que llama una “epistemología moral del reconocimiento” donde la noción de invisibilidad juega un papel central. Los invisibles, dice Honneth, no existen “en un sentido social”, no figuran “físicamente en el mismo espacio”.[6] La ignorancia de su presencia es intencional y tiñe la acción de insignificancia. Seres superfluos “nunca percibidos”. En este sentido, para el despreciado es el signo (tal vez cualquier signo) lo que abre el camino de la consideración. Para Honneth, existe una forma de “no ver” que produce humillación. Su esfuerzo consiste en diferenciar conocimiento (identificación) de reconocimiento (significado positivo de una apreciación en actos expresivos) como vía regia para la aprobación social.

Tzvetan Todorov, en sus estudios acerca del reconocimiento, se detiene en distintas formas del desprecio. Siguiendo la senda de Rousseau, afirma que el hombre sólo comienza a existir en la mirada del otro. Es el otro el que asegura nuestra existencia. Con esa idea en mente, identifica distintas versiones del ninguneo al describir y destacar el carácter invisible que acompaña a ciertas almas. Son aquellos que no son vistos ni observados, superfluos, sobrantes, nulos. El ninguneo puede pensarse como una variante de la soledad y una forma destructiva del reconocimiento. Esa diferencia empuja a distinguir entre vivir, sobrevivir y existir.[7]

Richard Sennett es otro de los pensadores que ha dedicado buena parte de su trabajo intelectual a identificar distintas manifestaciones del desprecio. Haciendo hincapié en las nociones de debilidad y necesidad, ha intentado mostrar la dificultad creciente que tenemos a la hora de establecer lazos basados en el respeto y la consideración. En sus últimos trabajos, el sociólogo estadounidense realiza una suerte de desplazamiento donde nos ayuda a pensar que esas dificultades radican más en la falta de pericia técnica para la vida en común que en la grandilocuencia moral. Una parte considerable de sus estudios se detienen en lo que él mismo define como “comparación odiosa o denigrante”. Visible en un mundo proclive a la selección de talentos, capacidades y competencias, Sennett constata –luego de inspeccionar las consecuencias políticas entre la habilidad potencial y la habilidad real– que la comparación denigra, además de que puede arruinar una vida y corroer la confianza. La meritocracia produce humillación, resentimiento y envidia además de exacerbar el sentimiento de inferioridad entre los más débiles. Así define Sennett a los sujetos que experimentan la “experiencia personalizada de la desigualdad”,[8] cuyo resultado más notorio es la erosión de las relaciones sociales.

Siguiendo a Weber y a Elías, Sennett afirma que la humillación es un estado del que es difícil salir: se carece de opción. La humillación produce vergüenza. En la ruta de Rousseau, Sennett afirma lo siguiente:

…la comparación denigrante no nos haría daño si no quisiéramos ser otra persona que la que somos. No sólo estar en otras circunstancias materiales, sino ser otra persona. La envidia es una manera de expresar el deseo de convertirse en otro. La sociedad moderna nos invita a la envidia; en un mundo proclive a la destrucción de la tradición y el sitio heredado, proclive a la afirmación de la posibilidad de hacer algo de nosotros mismos únicamente por nuestros méritos, ¿qué es lo que nos retiene de convertirnos en otra persona? Todo lo que tenemos que hacer es imitar el tipo de persona que querríamos ser.[9]

Otra forma manifiesta de desprecio es la que se asocia directamente al fracaso. Para Sennett es el gran “tabú moderno”. En un mundo que propicia éxito permanente, el fracaso se transforma en una suerte de dolor crónico. Tal como ha mostrado Alain Ehrenberg (2000) en sus estudios sobre la depresión y las nuevas reglas del mundo contemporáneo, la figura que se destaca es la de la insuficiencia. En un mundo que empuja a la acción y a la iniciativa, se abandona la obediencia y se cede su lugar a los recursos internos. El lado oscuro de esa operación consiste en la confrontación permanente entre “lo que se puede y lo que no se puede hacer”. Se desprecia a los que no pueden, a los insuficientes, los apáticos, los aburridos y a los deprimidos. Si lo que regula la acción es la pura capacidad, la pregunta que se hace una joven con problemas de aprendizaje, una mujer divorciada o un desempleado es bien conocida: ¿soy capaz de hacerlo?

Esas nuevas reglas que se vanaglorian del culto a las competencias y a la iniciativa, fabrican incompetentes. Al fin de cuentas, un mundo que ambiciona cruzar todos los límites, produce limitados. Un limitado suele ser visto como un ser despreciable, heterónomo y dependiente. Es el mismo Sennett quien destaca la ambigüedad y el carácter desconcertante de la dependencia. Deseada en el mundo privado, denostada en la vida pública. En el primer caso une, en el segundo avergüenza. Como han mostrado Nancy Fraser y Linda Gordon en su clásico texto sobre la genealogía de la dependencia, el criterio que prima es liberal. El ser dependiente está corrompido porque es inmaduro. Es la tesis kantiana de la infantilización, la minoría de edad. El dependiente es casi un niño que no usa su entendimiento. Una suerte de inmadurez autoimpuesta. No puede andar sin guía, no tiene coraje, no se atreve, es un niño. Como es sabido, se humilla a las personas cuando se les trata como si fueran niños.

Alain Badiou (2011) recuerda en su Ensayo sobre la conciencia del mal, cómo en las sociedades en las que vivimos, ser “niño” o ser “negro” es una forma manifiesta de la dependencia entendida como discapacidad. No se respeta a los observadores de sus propias vidas. No se respeta a quien se deja manipular. No se respeta a quien vive de ayuda del Estado. Un liberal, dice Sennett, es quien tiene los labios libres. Un ciudadano. La figura contraria es el dependiente que se confunde con el inútil. Desde el fondo mismo de estas transformaciones, emergen las figuras del no poder y la impotencia.

En su último libro, Sennett analiza nuevamente las formas en que las relaciones laborales producen malestar. Toma como objeto de análisis la noción de “autoridad ganada”, el respeto mutuo, la confianza y la cooperación. Afirma que es común asociar poder con autoridad. Sin embargo, para que haya autoridad, el poder debe ser legítimo. Según Sennett, la autoridad ganada legítimamente sortea la humillación, que no es otra cosa más que ausencia flagrante de reconocimiento.

Por último, otra versión del desprecio en la vida contemporánea la proporciona el cine de los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne. A propósito de algunas de sus películas (La promesa, 1996; y Rosetta, 1999), la notable Lauren Berlant analiza de modo pormenorizado las dificultades y atolladeros múltiples de los jóvenes que van a la deriva (en Argentina se los ha nombrado sin pudor como los “nini”, es decir, ni estudian ni trabajan). Sin rumbo, y cargando a cuestas sus “vidas lamentables” (la expresión es de Judith Butler), practican el “despiadado esfuerzo por sobrevivir”.[10]

El punto de partida de Berlant es el mundo del trabajo. La categoría que utiliza para describir la complejidad de esas vidas es la de normatividad aspiracional, el esfuerzo por lograr una buena vida. ¿Qué es una buena vida? Una buena vida es una vida normal, una vida en la cual, por ejemplo, “los beneficios de un mal empleo enriquecen el alma, no la destruyen”.[11] Como afirma la misma autora, la historia de esas vidas

…es una historia sobre la plenitud y la escasez: tantos malos trabajos disponibles, de manera contingente, para tantos trabajadores contingentes, y nunca dinero suficiente para, nunca amor suficiente, y casi nada de descanso.[12]

Vivir es aquí sobrevivir, flotar, en el medio de la fragilidad y la contingencia:

…no es la explotación a la que los niños ven como el enemigo… quieren ser explotados, quieren entrar en la economía proletaria de los despreciables empleos del sector servicios que tan fácil resulta despreciar como prueba de que alguien es un perdedor, o de una tragedia.[13]

Conclusión

Como adelantamos, tal vez podamos volver a pensar aquello que nos vuelve despreciables. Creo que no deberíamos estar tan seguros de que sea la falta de luz o de conocimiento lo que parece dificultar la existencia. Probablemente tampoco sea la falta de conciencia la que nos embarga. Y no es, en definitiva, la ignorancia. Los juegos con lo faltante, a los que los educadores somos tan afectos, tienen patas cortas. Quizás, el problema radique en la lucha perenne entre el desprecio y la consideración, esos entretenimientos imperecederos.

En su último libro sobre la cooperación, Richard Sennett afirma que la cooperación es más una habilidad que un valor. Como en casi toda su obra, el sociólogo estadounidense vuelve a recordarnos que no somos buenos para “tocar” los instrumentos sociales y que la cooperación, el respeto y la consideración escasean. Una forma visible de que la consideración prospera consiste en abandonar el yo y aventurarse a aceptar al otro tal como es y no como debería ser, es decir, en cierta forma, embarcarse en la aceptación de lo que no se comprende; ver el mundo –como dice el filósofo Alain Badiou en su formidable Elogio del amor– desde el prisma de nuestra diferencia.

Como afirma Sennett, cooperar con los iguales no exige demasiado esfuerzo. El asunto es cómo cooperar con los que no “nos caen bien” o no entendemos. La cooperación se activa cuando los otros son distintos o tienen gustos diferentes. Sennett presupone que el remedio a la escasez de cooperación, respeto y consideración radica en el ejercicio de lo que llama “habilidades dialógicas”, que mejoran con la práctica y el ensayo. En el extremo opuesto está el deseo de impresionar, uno de los talismanes del trabajo profesoral. Por otro parte, considerar supone salir de sí, suspender la aserción y usar el modo subjuntivo.

Es por cierto aleccionador que los remedios para enfrentar al desprecio estén vinculados al habla y a la igualdad de las inteligencias (en la cabeza de Rancière es el acontecimiento del habla lo que cambia las cosas: todos podemos hablar, pensar y actuar), siempre y cuando no perdamos de vista la diferencia entre hablarle a la gente y hablar con la gente.

Notas

1. La encantadora expresión me fue dada de manera espontánea por una profesora visiblemente contrariada en una discusión sobre cuestiones de educación.
2. Jaques Rancière, Entrevista, en Cuadernos de Pedagogía Rosario, año 6, núm. 11, Buenos Aires, noviembre de 2003, p. 16.
3. Jacques Rancière, Los hombres como animales literarios. El tiempo de la igualdad. Diálogos sobre política y estética, Barcelona, Herder, 2011, p. 76.
4. Jacques Rancière, El espectador emancipado, Buenos Aires, Manantial, 2010, p. 15.
5. Como recuerda Goele Cornelissen, sobran los signos para sospechar de las pedagogías antiautoritarias inspiradas en la mayéutica socrática, a las que considera formas perfeccionadas del embrutecimiento.
6. Axel Honneth, La sociedad del desprecio, Madrid, Trotta, 2011, p. 166.
7. Tzvetan Todorov, La vida en común, Buenos Aires, Taurus, p. 87.
8. Richard Sennett, Juntos. Rituales, placeres y política de la cooperación, Barcelona, Anagrama, 2012, p. 241.
9. Richard Sennett, El respeto, Barcelona, Anagrama, 2003, p. 98.
10. Lauren Berlant, El corazón de la nación. Ensayos sobre política y sentimentalismo, México, Fondo de Cultura Económica, 2011, p. 157.
11. Ibidem, p. 116.
12. Ibidem, p. 121.
13. Ibidem, p. 127.