“Toda televisión es cultural”

“Toda televisión es cultural. Tensiones entre la televisión y la cultura, entre la imagen y la palabra, entre la emoción y la razón”

Por Belén Igarzabal, Directora del Área Comunicación y Cultura.

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Imagen: Dido Mihajlov - "El rastro de Madrid" - Fotografía digital.
Imagen: Dido Mihajlov – “El rastro de Madrid” – Fotografía digital

En primer lugar, antes de profundizar en la tensión entre televisión y cultura, es importante detenerse en el concepto de cultura. Este es un concepto que no está definido de forma unánime y que recibió a lo largo de la historia diferentes definiciones: arte, prácticas y costumbres, reflejo de lo popular, etc. En su libro Televisión y Cultura, una relación en conflicto, Rodríguez Pastoriza hace un recorrido por las diferentes acepciones del concepto y muestra la dificultad de comprimir en una definición precisa. Expresa que el concepto cultura como se entiende en la actualidad es relativamente reciente y explicable a partir de la aparición de la sociedad burguesa.

En su recorrido explica:

Históricamente, las artes y las letras, la historia y la poesía, habrían sido concebidas por los artistas y los filósofos griegos desde una perspectiva naturalista, como imitación de la naturaleza. La palabra griega paideida (educación, formación) sería la que en aquella época se asimilaría al concepto que hoy tenemos de cultura. Los romanos empleaban el término cultura para designar el cultivo de las cosas, el cuidado de algo. (…) En la Edad Media, el cristianismo cambió este significado de la palabra cultura para referirla al culto de Dios. (…) La idea metafísica moderna de cultura sería, pues, la secularización de la idea teológica de la Gracia. (…) En el siglo XVI se recupera el antiguo significado de la palabra cultura, entendida como educación, a lo que contribuyen el humanista español Juan Luis Vives en su obra Sobre las enseñanzas y más tarde Francis Bacon. En el siglo XVII, Giambattista Vico (1668-1744) da un paso más al atribuir a cada cultura una escala de valores propia y diferenciada de las demás y de las de cada época. En el siglo XVIII el empleo de la palabra cultura aparece, en ocasiones, como sinónimo de arte, sobre todo en relación con la aparición de los museos. (…) Pero será Johann Herder, en su obra Ideas para una filosofía de las historia de la humanidad, quien empleará por primera vez la palabra cultura en algunos de los sentidos que le atribuimos actualmente, sobre todo cuando la define como aquello que no nos es dado por la naturaleza, sino que se consigue por el esfuerzo humano. (…) Sería cultura todo lo que no es naturaleza o herencia genética. (…) Ortega y Gasset la definió como el “sistema vital de las ideas de cada tiempo”. (…) Hoy la cultura se entiende como todo el conjunto de conocimiento es instrumentos acumulados por el hombre en su Historia, incluyendo los objetos y los códigos sociales, los gustos y las ideas, siempre en movimiento y en evolución. ” (Rodríguez Pastoriza, 2003: 11-15).

En su texto avanza analizando cómo el término se complejiza también a partir del surgimiento de los medios masivos y de la denominada cultura de masas. Así, contrapone lo que sería la cultura de masas con la cultura popular. La primera sería la cultura del consumo pensada para una masa, una anticultura en términos de Eco. El autor expresa que la palabra cultura de masas fue introducida por primera vez en los apuntes precedentes a la redacción definitiva de Dialéctica de la Ilustración de Horkheimer y Adorno y que posteriormente algunos autores sustituyeron esta expresión por Industria Cultural. Por otro lado, la cultura popular sería la cultura del pueblo, que procede del pueblo, “concepto que define lo que es cultura no a partir de la calidad, sino de la autenticidad de sus orígenes o la pureza de sus raíces. La cultura popular designa el conjunto de prácticas sociales generadas por las clases populares y que se perpetúan por la tradición.” (Rodríguez Pastoriza, 2003: 20). Para los críticos, según el autor, la cultura de masas lo que hace es apropiarse de elementos de la cultura popular y transformarlos en productos de fácil asimilación par las audiencias masivas. Algo parecido a lo que sería el kitch de Eco. Pero el kitch, en vez de ser un producto popular, atomizado, es un producto dentro de la estructura del mal gusto – como la denomina – que imita a la alta cultura pero predigerido, masticado y ofrecido a las masas, público perezoso que cree que están consumiendo productos de la alta cultura (Eco, 2004).

A partir de estos conceptos se establecería una cultura de elite, una “cultura culta en terminología de Edgar Morin” (Rodríguez Pastoriza, 2003: 21) basada en el arte y que se autodefine como la verdadera cultura, para las elites ilustradas y que no es de acceso para todos los públicos, y una cultura para las masas poco formadas e incapaces de valorar, interpretar y acceder a esos productos artísticos.

En el modelo europeo de televisión, que nació como un servicio público, la programación se focalizó en programas destinados a espacios culturales, relacionados en mayor medida con la alta cultura que con la cultura popular, ya que la alta cultura estaba legitimada por las elites intelectuales. Por otro lado, las culturas populares estaban desprestigiadas y eran portadoras “de incómodas reivindicaciones sociales y políticas como reacción contra las fuerzas de dominación y no como parte de ellas (el carnaval, una de las máximas expresiones de cultura popular, llegó a ser prohibido en España, por ejemplo, durante la dictadura franquista).” (Rodríguez Pastoriza, 2003: 23). Existía además la preocupación de la elite cultural de comunicar la cultura dominante a un público más amplio que el de la gente culta. Este es un rasgo que se va a repetir en la mayoría de las televisoras públicas, la intención de comunicar lo que las elites culturales considera que es necesario o correcto comunicar para educar al pueblo.

En el comienzo de la televisión europea, un modelo que replicó y replica parte de la televisión argentina -especialmente la pública, que no responde a leyes del mercado y por ende, supuestamente no necesita del rating-, se encontraban por un lado los programas de televisión que pretendían comunicar la alta cultura y por el otro, los sectores populares como receptores y no como productores de cultura. Como observa Rodríguez Pastoriza, este planteo es heredero de la tradición ilustrada europea y tenía como objetivo “elevar el nivel cultural de la sociedad enseñándole lo que se consideraba como la verdadera cultura. En algunos países se cargó sobre los hombros de la televisión la responsabilidad de llegar allí donde el sistema educativo no había podido hacerlo, que era un amplio sector de una sociedad herida por la guerra.” (Rodríguez Pastoriza, 2003: 24).

Como expresa Shroder, en términos de política cultural, a los intelectuales les quedaba como objetivo respetable: “hacer que el público popular renuncie a su mal gusto y que aprecie las virtudes de un arte legitimo. Tal es la actitud que preside el ejercicio de la mayoría de las televisiones europeas de servicio público (Shroder en Dayan, 1997: 107).

Por otro lado, como plantea Livingstone, el termino “calidad”, tan utilizado desde la intencionalidad educativa o cultural de las emisoras, es un termino controvertido y “cargado de ideología burguesa. Todo veredicto sobre la calidad debe tener en cuenta la experiencia efectiva de los diferentes segmentos de un público heterogéneo.” (Livingstone en Dayan, 1997: 110-111).

En Estados Unidos, la televisión nació como empresa privada y como su objetivo era la rentabilidad económica, se focalizaron en la producción de entretenimiento para atraer a las audiencias. Alta cultura y televisión no se asociaron desde un principio. La PBS, televisión pública, fue la única que presentaba espacios con contenidos culturales. Además, los intelectuales norteamericanos, influidos por los frankfurtianos, no mostraron interés en colaborar en la producción de programas televisivos.

Las raíces de la discusión sobre las posibilidades de transmisión de cultura por parte de la televisión, la mirada peyorativa desde sectores intelectuales sobre este medio audiovisual y la dicotomía entre televisión y cultura podrían buscarse también en una tensión previa entre la imagen y la escritura, o entre la emoción y la razón.

Según Giovannini (en Uequín, 2008: 9), se generó -casi escolarmente- la dicotomía entre la cultura letrada y la mediática que ponen de juego lógicas de percepción diferentes:

“Cultura letrada (texto escrito): universo estático, privilegio de la reflexión, abstracción de la experiencia, indicado para explicar, mundo abstracto de conceptos e ideas, decodificación que exige operaciones complejas. Potencia el pensamiento lógico, lineal, secuencial, el distanciamiento y el sujeto controla la experiencia y el ritmo del proceso. El observador está separado de la experiencia por lo que construye una cultura de la mediatez y no la inmediatez, además de una postergación de la gratificación.

Cultura masiva: universo dinámico, gratificación sensorial, visual y auditiva, imagen como representación concreta de la experiencia, decodificación instantánea, potencia el pensamiento visual, intuitivo y global, implicación emotiva, el medio controla la experiencia y el ritmo del proceso, cultura de la inmediatez, etc.”

La escritura está delimitada por una lógica secuencial. “La creación de significado depende de qué va antes y qué va después, trazándose un camino obligado para la lectura” (Ariza, 2009: 21). La escritura, según Giovannini, nace para reducir la fuerza devastadora del imprevisto y el azar. “La escritura es el primer intento mimético para inducir a la razón a formular hipótesis interpretativas del universo” (Giovannini en Uequin, 2008: 9).

La imagen, por su parte, proveniente del campo de lo visual, se encuentra gobernada por la lógica de la simultaneidad de sus elementos en el espacio. “En la representación visual todo está dispuesto al mismo tiempo y en el mismo espacio. La creación-interpretación de significado depende básicamente de la ubicación y distribución espacial de los elementos figurativos.” (Ariza, 2009: 22).

La crítica a la televisión y su diferenciación con la “alta cultura” forma parte de una crítica al lenguaje audiovisual. La imagen se opone al texto. La emoción a la razón. Como recapitula Castells:

“Alrededor del año 700 A. C. en Grecia se inventó algo muy importante: el alfabeto. (…) la base del desarrollo de la filosofía occidental y la ciencia como la conocemos hoy en día. El alfabeto permitió cerrar la brecha entre una lengua hablada y el lenguaje, separando así lo dicho de quien lo dice y haciendo posible el discurso conceptual. (…) De todos modos, el nuevo orden alfabético, mientras que permitió el discurso racional también separó la comunicación escrita del sistema audiovisual de símbolos y percepciones, tan importante para la expresión completa de la mente humana. Al establecerse implícita y explícitamente una jerarquía social entre cultura escrita y expresión audiovisual, el precio de fundar la práctica humana en el discurso escrito fue relegar al mundo de sonidos e imágenes al escenario secundario de las artes, ocupado con el dominio privado de las emociones y el mundo público de la liturgia. Por supuesto, la cultura audiovisual se tomó una revancha histórica en el siglo  XX, primero con el cine y la radio y luego con la televisión, sobrepasando la influencia de la comunicación escrita sobre los corazones y los espíritus de la mayoría de la gente. En efecto, esta tensión entre una comunicación alfabética noble y otra sensorial e irreflexiva subyace a la frustración de los intelectuales respecto a la influencia de la televisión, un elemento que todavía domina la crítica social de los medios masivos.” (Castells, 1998: 327).

Eco, en su libro Apocalípticos e integrados, expresa cómo desde la mirada crítica se postula que la “Cultura de masas es la anticultura” y representa una caída irrecuperable, ante la cual el hombre de la cultura está destinado a la extinción (Eco, 2004: 28).

Incluso Eco, citando las conclusiones a las que se arribaron en una mesa redonda en la que participó, expresa que “quizás la televisión nos esté llevando sólo a una nueva civilización de la visión, como la que vivieron los hombres del medioevo ante los pórticos de las catedrales. (…) la civilización democrática se salvará únicamente si hace del lenguaje de la imagen una provocación a la reflexión crítica, no una invitación a la hipnosis.” (Eco, 2004: 332).

Como plantean algunos críticos “mientras la escritura refleja la realidad, las tecnologías de la comunicación audiovisual están únicamente al servicio del principio del placer” (Rodríguez Pastoriza, 30). Esta oración es discutible en varios aspectos. En primer lugar por asegurar que la escritura refleja la realidad, cuando es problemático hablar sobre la existencia de una realidad que puede ser representada fielmente, cuando se sabe que cada representación, escrita o no, es un recorte, una mirada. Por otro lado, en relación al segundo postulado, es fundamental preguntarse porqué es peyorativo que una tecnología esté sujeta al principio del placer. Esta cuestión será debatida en otro capítulo.

Algunos autores como Wolton postulan que la crítica a la televisión tiene que ver con una elite que se siente amenaza. El autor realiza un diagnóstico interesante y provocador: “¿La fuerza de la televisión? Su éxito popular. ¿Su debilidad? Su ausencia de legitimidad para las élites culturales”. Considera que las elites nunca se dieron cuenta de que la televisión permite la democratización del acceso a información, cultura y diversión por parte de los grandes públicos. Y, en su diagnóstico afirma que la televisión genera miedo en las elites porque ven en ella, erróneamente, “un cortocircuito de los clásicos caminos de la jerarquía cultural que las habría amenazado su posición de élite.” (Wolton, 1999: 69).

Por otra parte, las elites que se ven amenazadas por este lenguaje emotivo, por los altos picos de rating, por la penetración que tiene la televisión en los hogares de los ciudadanos, intentan utilizar el medio para “educar”, para “cultivar”, para transmitir lo que se considera como cultura, que finalmente es “su” mirada sobre la cultura, una cultura de elite, que muchas veces no encuentra un buen formato dentro de lo que es el lenguaje televisivo.

Como expresan Gorbán (2004) y Villarruel (2007), muchas veces se busca hacer una televisión cultural intentando lograr encajar un tipo de saber en un lenguaje que tiene otros tiempos y otros requerimientos.

“La  recurrente  consideración  elitista  de  la  cultura,  constituyó  entonces,  una importante  limitación de  la programación de  las emisoras públicas  latinoamericanas en su aporte  cultural. El  Estado  aparecía  como  un  agente  conservador  de  las  tradiciones  y  el patrimonio cultural histórico pretendiendo que prevalecieran al  tiempo y se garantizara su reproducción. Esta visión de la cultura creyó en el arte clásico como expresión máxima de cultura.” (Radakovich, 2004, 9) .

En este sentido, Wolton plantea que “la televisión  es  un espectáculo  y no puede ser una escuela en imágenes. (…) La solución, desde siempre, consiste en partir de esta necesidad  de distracciones para elevarlas hacia los programas  de  calidad, y hay mil maneras de aliar espectáculo y cultura, diversión y calidad.” (Wolton, 1999: 70).

A su vez, el autor considera que la banalidad, tan criticada desde los sectores intelectuales, es uno de los símbolos de la comunicación de masas. Y que en lugar de ver en la televisión un descrédito, se debería poder contemplar un símbolo de la cultura contemporánea. “Es necesaria toda ausencia de interés teórico sobre la posición de la cultura de masas para ver en la banalidad de la televisión un argumento  suplementario  de  su  falta  de interés, desde el momento en que se trata exactamente de lo contrario. La banalidad es la condición por la cual la televisión juega este papel de apertura al mundo, tanto por la experiencia personal como por el acceso a la historia.” (Wolton, 1999: 70).

Siguiendo esta argumentación, para Wolton el problema de la televisión no radica en sus posibles insuficiencias sino en la postura de las élites culturales que, en lugar de ver una de las características esenciales de una sociedad compleja, han intuido la confirmación de todos sus prejuicios hacia la cultura de masas. “Esta conformidad crítica conlleva una gran dificultad para comprender el mundo contemporáneo, una buena  conciencia  y una incapacidad de ver que, en dos generaciones, hemos pasado de dos culturas, la cultura de élite y la cultura popular,  a cuatro formas de cultura, la cultura de élite, la mediana, la de masas y la particular.” (Wolton, 1999: 71).

Este autor plantea que una televisión con una programación exclusivamente cultural significaría el fin de la televisión generalista, aquella cuyo objetivo es llegar a todo el público. Si la televisión apunta a transmitir eventos artísticos o culturales de elite, se terminaría dirigiendo a esas personas que ya pueden consumir ese tipo de fenómenos, dejando afuera al resto de las audiencias, que no sintonizan ese tipo de programas y profundizando las desigualdades. Para el autor la televisión es espectáculo y por lo tanto, espectacularización de cualquier hecho y acontecimiento. La televisión cultural negaría este aspecto y reduciría su producción a una forma de difusión de información eliminando el lenguaje y las características propias del medio.

Martin-Barbero explica que en relación a qué significa la cultura o, más específicamente, qué cultura es la que debería transmitir la televisión, introduce el concepto: cultura de lo común. En relación específica a las televisoras públicas de América Latina, una problemática que se repite a lo largo de su historia es la concepción de cultura y de lo popular. En general la televisión pública, siguiendo el modelo europeo¹, buscó educar y transmitir la cultura de las artes, de la elite, la alta cultura sin tener en cuenta que lejos de generar posibilidades de encuentro con todos los sectores de la sociedad, promovió la exclusión y el abandono de la audiencia.

Las televisoras públicas se encuentran en el desafío de hacer una televisión que comunique la cultura en común, como plantea Martín-Barbero. “El carácter público de una televisión se halla decisivamente ligado a la renovación permanente de las bases comunes de la cultura nacional (…) el fondo de memoria, calendario, tradiciones y prácticas permanentemente necesitado de su reconstrucción en lenguajes comunes. (en Rincón (comp.) 2005: 49-50). Y en este sentido, desde la televisión pública se deben mostrar las diferentes identidades, la heterogeneidad, lo que se trató de homogeneizar o que se hizo invisible por no responder a los cánones de la construcción social del siglo XIX. Como plantea Martín-Barbero: “Fuera de la nación representada quedaron los indígenas, los negros, las mujeres, todos aquellos cuya diferencia dificultaba y erosionaba la construcción de un sujeto nacional homogéneo.” (en Rincón (comp.) 2005: 50).

En la amplia llegada que tiene la televisión a la ciudadanía radica su importancia en las posibilidades de democratización de acceso a información, identidades y culturas que hacen a la constitución de cada país. Como expresa Martín-Barbero: “En América Latina son las imágenes de la televisión el lugar social donde la representación de la modernidad se hace cotidianamente accesible a las mayorías. (…) Pues bien, si la televisión se ha tornado en espacio estratégico de representación del vínculo entre los ciudadanos, de su pertenencia a una comunidad, ella constituye hoy el espacio por antonomasia de recreación de lo público desde dónde enfrentar la erosión del orden colectivo.” (en Rincón (comp.) 2005: 37).

Como expresa Rodríguez Pastoriza “como institución pública, la televisión tiene un función de gran responsabilidad cultural que consiste en proyectar la imagen del país y de sus actividades. El sistema televisivo de cada país refleja su contexto histórico, político, social, económico y cultural.” (Rodríguez Pastoriza, 2004: 25).

El desafío es lograr hacer una televisión que promueva la cultura en común desde un lugar atractivo, que genere placer y entretenimiento, que genere vínculo e identificación y, fundamentalmente, que llegue a las audiencias.

¹ La televisión en América Latina tomó el modelo Americano de televisión donde canales privados explotan una franja del espectro radioeléctrico que el Estado brinda como licencia y se sustentan económicamente con publicidad. En este modelo, la televisión vende gente. Los auspiciantes compran el acceso a determinadas audiencias. El otro modelo de televisión es el modelo europeo donde la televisión es considerada como un servicio público y la población paga un impuesto o canon. Dependiendo del país, este canon se puede ver reflejado en un impuesto anual o un impuesto cuando se adquiere un aparato de televisión. Este modelo pretende mantener a las producciones libres de las influencias de la publicidad. La mayoría de las televisiones en América Latina presentan un modelo mixto con canales públicos y canales privados. Si bien la mayoría de las industrias televisivas en América Latina se adscribe al modelo Americano, cuentan también con canales públicos, estatales. De hecho muchas televisoras nacieron públicas, como es el caso de Argentina o Bolivia, hasta que años más tarde desembarcaron capitales privados que obtuvieron licencias para explotar el espacio radioeléctrico.