Migración y salud pública: historia de un vínculo no sanado
Investigadora Junior del Programa de Estudios de Cooperación e Integración / ADELA.
Tras el rumbo de los acontecimientos actuales, muchos han sido los debates que se han abierto en torno a la emergencia que alertó al mundo, luego de la aparición de la COVID-19 a inicios del año 2020 en China, Wujan. En este punto de la historia, es incuestionable el nivel de expansión de la llamada “enfermedad del viaje”, que llegó a nuestro sur y se instaló para revelar sus vulnerabilidades, sobre todo en los temas de salud pública. Sin embargo, no se trata de una historia nueva, incluso en el 2019, el Panorama Social de América Latina indicó que al 2017, 468 millones de personas se encontraban bajo 3 estratos líneas de pobreza. En consonancia con esta información, la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) señaló que incluso “antes de que se declara la pandemia a nivel mundial, América Latina mostraba el aumento de los índices de pobreza, la persistencia de las desigualdades y el descontento generalizado” (Cepal, 2020). En líneas generales, la expansión del coronavirus sobre-dimensionó la debilidad del Estado de bienestar, las promesas de inclusión de la democracia y agudizó las brechas históricas entre la desigualdad y la pobreza.
En este sentido, el escenario en pandemia presentó a una región golpeada y con secuelas que amenazan con permanecer un largo tiempo. De acuerdo con datos publicados por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), el ritmo de expansión del virus ubica a Latinoamérica por encima de los 4 millones de casos confirmados; Brasil es el primero en la región con más de 2 millones de casos (el segundo a nivel mundial), seguido de Perú que supera los 353 mil y México que se ubica en el tercer lugar con más de 344 mil contagios. Además, en este mismo informe, el PNUD indicó que alrededor de 142 millones de personas (equivalente a casi una cuarta parte de la población en América Latina) tiene el riesgo de contraer el Covid-19. Asimismo, en un sondeo realizado por el mismo organismo, se sostiene que aunque la salud se posiciona como la preocupación más alta, el riesgo de no poder acceder al servicio sanitario o a los medicamentos, ubica al tema económico como la amenaza mayor, en tanto implica recursos escasos para atender la demanda en crecimiento. Por lo tanto, al final del día se proyecta a la pobreza como la mayor enfermedad de los últimos tiempos. Dicho de otro modo, en el mismo momento del brote y rápida propagación del COVID-19, la crisis mostró su impacto sobre la salud pública, la infraestructura sanitaria y de transporte, la informalidad del empleo, entre otros efectos aún incalculables sobre la economía, las políticas sociales, la sociedad y la vida en general.
De la misma manera, vino a visibilizar a los sectores más ocultos, pues si bien es cierto que la pandemia impacta a toda la población, también lo es que no afecta a todos por igual; las personas migrantes, por ejemplo, forman parte de uno de los grupos más perjudicados, en tanto, algunos dependen de trabajos informales, con sueldos que no son fijos y además, en muchos casos, al no contar con una documentación y encontrarse en una situación irregular, están expuestos a condiciones de mayor desprotección legal y social. De este modo el vinculo entre identidad y legalidad transversaliza una ruta insoslayable al momento de analizar el acceso a derecho, como a la salud, por parte de las personas migrantes en las distintas sociedades destino. Así y en concordancia con las palabras de Hererra (2020), la regularidad migratoria es vista como una condición articulada con otras formas de desigualdades, en el marco de un discurso que legitima el concepto de “gestión para una migración ordenada, segura y regular”.
En este orden de ideas la Organización Internacional de las Migraciones (OIM), alertó que hasta mayo del 2020 el stock de migrantes en América Latina “estaba cerca de los 10 millones, 80% procedentes de la misma región, siendo la migración venezolana la más grande en términos cuantitativos”, con alrededor de 5 millones (OIM,2020). Más allá del crecimiento de la migración intra-regional, estas cifras resultan particularmente alarmantes en el marco de la emergencia sanitaria global y ante la tarea de incluir o garantizar la asistencia y el mínimo bienestar para las personas migrantes. A propósito de esto, la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (OHCHR,2020), sostiene que con frecuencia “los migrantes enfrentan obstáculos para acceder a la atención médica. Inaccesibilidad de servicios; barreras lingüísticas y culturales; costo; falta de políticas de salud inclusivas para los migrantes”; sin embargo, en tiempo de coronavirus se hace particularmente notoria “la discriminación o violencia relacionada con el origen y la propagación de la pandemia”; esto quiere decir que a menudo los migrantes son percibidos como una amenaza a para la salud y hoy, esta amenaza aparece “justificada” por el miedo al contagio, o por la disputa en las plazas públicas para la atención médica; como consecuencia, “también se hicieron notables los episodios de discriminación y xenofobia” (PNUD,19/05/2020).
Además existe otros miedos subyacentes, como por ejemplo, la duración y alcance del COVID-19. Sobre este tema, la Organización Panamericana de Salud (OPS) señala que en América Latina, “no solo no hay indicios de que la pandemia haya alcanzado su punto máximo, sino que el virus también se está propagando rápidamente” sobre todo en el Cono Sur; Chile con más de 330 mil casos confirmados y Argentina que supera los 100 mil contagios. La OPS sostiene que la propagación se desarrolla en un escenario en cual “los más afectados, son los más vulnerables: migrantes en comunidades fronterizas, personas de clase trabajadora y pobres que viven en barrios superpoblados y comunidades indígenas a lo largo de la cuenca amazónica”, quienes presentan una “incidencia cinco veces más alta que la población general” (OPS,2020).
El nivel de afectación igualmente puede evidenciarse en los distintos efectos que han arrojado las diferentes medidas dictadas por la mayoría de los gobiernos. A este respecto, es importante recordar que el aislamiento social fue el principal mandato para la solución de la crisis. A lo interno de las fronteras, se tradujo en cuarentena obligatoria que obligó el cierre de muchos comercios; como efecto inmediato, los migrantes sobre todo los irregulares, se suman al número cada vez mayor de personas desempleadas; más allá del tipo de empleo del que gozaban, se trata del impacto sobre la mínima estabilidad que lo laboral les puede ofrecer; aunado a esto, la prerrogativa del estatus migratorio en muchos casos, dificulta el acceso a otros beneficios diseñados como modo de paliar los efectos que la crisis deja en la población más vulnerable. Entonces, con base en estos efectos, el confinamiento obligatorio se convierte en una epopeya del escenario darwiniano, en el cual sobreviven los más aptos; nacionales y migrantes se disputan por los pocos recursos disponibles laborales, salariales, sanitarios y así sucesivamente, en un escenario de competencia claramente desigual.
A nivel externo, el cierre “preventivo” fronterizo fue la apuesta inicial de los Estados que, entre otras cosas, implicó que algunos de los principales destinos de los migrantes bloquearan sus fronteras, como una respuesta dirigida sí, a detener la propagación de virus, pues restringe el movimiento de personas y mercancías; pero en un escenario que propicia la securitización, posiciona el miedo y, facilita su permanencia en nombre de la seguridad y como bandera de protección. Con relación a esta medida, se tiene que en el mes de junio del año en curso, “el 92% de los países en todo el continente americano seguían con sus fronteras cerradas” (OIM,2020).
Hasta este punto, dentro del marco de la emergencia actual, tanto la recesión como el discurso hipernacionalista se instalaron como el mejor intento para reformular los modos de pensar a la migración. El tratamiento fáctico que ha tenido la temática y que probablemente mantendrá, imponen desafíos para el estudio y el abordaje de los flujos migratorios en sus distintos niveles: global, regional, nacional y local; dichos desafíos estarán cada vez más relacionados con el vínculo entre exclusión y enfermedad, así como entre migración y acceso a la salud pública. El jaque mate que puso el coronavirus al sistema de protección social, coloca a la enfermedad en el centro de una discusión permeada por conceptos como “protección” y “seguridad”; debido a lo cual, el debate no puede resumirse en la necesidad de acceso a la atención sanitaria; por el contrario, será ineludible y tendrá que pensarse, en el marco de reconocimiento de las fronteras como un espacio de lucha (Herrera;2020).
En prospectiva, aunque se posiciona la idea en el cual es “correcto” que los Estados vuelvan su mirada hacia adentro, al mismo tiempo que la incertidumbre en torno al futuro de la movilización internacional se convierte en la protagonista; también surge la posibilidad, oportunidad y/o necesidad, de articular una mirada común en torno al gobierno de la migración regional. En el futuro inmediato, las respuestas no sólo deberán contemplar el stop al virus, será necesario crear sinergias en torno a la protección social y el acceso a derecho de todas las personas, en condiciones de igualdad y justicia social. Aunque resulte difícil proyectar el escenario postpandemia o con pandemia permanente, lo que sí es necesario, es que no sea una vuelta a la situación previa al coronavirus.