“La narración en este mundo

Nota de opinión.
Por
CARLOS SKLIAR, investigador principal del IICSAL (FLACSO-CONICET) y del Área de Educación de la FLACSO Argentina.
Publicada el 2 de diciembre de 2024.

Este mundo pareciera ser únicamente el de las vidas alienadas, el dominio de la realidad virtual sobre la realidad material en el apogeo de lo pos-humano, las historias distópicas que se fugan del presente para abismar el futuro, el reinado del individualismo y el exitismo. A cambio de inventar o de imaginar otros mundos se ha vuelto habitual su duplicación, su consumo o su padecimiento.

Este mundo es, en efecto, su propia construcción y destrucción: la justicia no llega siquiera tarde, la idea de lo justo es, en el mejor de los casos, apenas un recuerdo ético, filosófico o poético; la inteligencia es solo artificial y la existencia está digitilizada; las horas pasan, sin transcurrir, delante de pequeñas pantallas saturadas de imágenes efectistas y eficaces, o abocadas a un empleo sin relación alguna con la vida, o en una fila a la espera que haya algo de trabajo o de comida; la niñez queda atrapada entre la abundancia obesa y la carencia literal.

El gobierno tecno-feudal del mundo (Varofoukis, 2024) transforma a la población en un conglomerado de usuarios que, sin dejar de verse afectados por las políticas neo-liberales anteriores y aún vigentes, ofrecen cotidiana y gratuitamente datos -esto es: lugares, tiempos,  recorridos, localizaciones, preferencias, deseos, estados, retratos- para el beneplácito de un pequeño mundo que tiñe de algoritmos la subjetividad individual y la aleja de las preguntas por el pasado para someterse a la dependencia del futuro: “En esta economía digital, en este tecno-feudalismo, los individuos y también las empresas adhieren a las plataformas digitales que centralizan una serie de elementos que les son indispensables para existir económicamente en la sociedad contemporánea. Se trata del Big Data, de las bases de datos, de los algoritmos que permiten tratarlas. Aquí nos encontramos ante un proceso que se auto-refuerza: cuando más participamos en la vida de esas plataformas, cuando más servicios indispensables ofrecen, más se acentúa la dependencia” (Durán, 2021).

Pero el mundo no es tan solo de los depredadores que se ocultan o que se exponen impunemente, de las industrias del entretenimiento y la información; no existen únicamente las pestes, los incendios y la callada indiferencia. El mundo no es solamente infernal, aunque esta expresión: solamente, no atenúa en nada la tragedia.

Lo cierto es que la indeterminación del mundo impide cualquier definición minimalista y sugiere una multiplicidad de planos, pliegues y repliegues que no acaban de percibirse si la atención está focalizada en los brillos incesantes de las pantallas, en la auto-complacencia y en la necesidad de conseguir y agradar adeptos o agredir a desconocidos. El mundo se resiste a nuestra voluntad de transformación pero también a que se pronuncie la palabra mundo en singular por más que repita y privilegie imágenes de una esfera fuertemente tecnificada, al borde del colapso.

Porque el mundo es, además, la historia de este lugar y de este tiempo donde estamos, existimos, habitamos, sentimos, pensamos y narramos juntos. Juntos, por cierto, jamás querrá decir en armonía o al unísono o en acuerdo; por el contrario, hoy reina un absoluto desacuerdo como el atributo principal de toda conversación que, incluso, opone con violencia a quienes solo desean tener razón sin exponer la historia y la memoria de su pensamiento y quienes solo desean seguir buscando y sosteniendo, en comunidad, algunas verdades. Quizá pronunciar la palabra mundo, sabiéndose impronunciable, sea un intento desesperado para que nada ni nadie desfallezca y para que todo pueda recomenzar en una narrativa distinta, una narrativa de cuidados.

Vivimos demasiado tiempo bajo el imperio del descuido: el planeta ya no se sostiene en la gravedad sino en sus heridas, la tierra está saqueada y arde, se arrancan los bosques y se contamina cada milímetro del suelo y del cielo, las regiones están agrietadas por el odio, el norte desprecia al sur y ya casi nadie se acuerda de las materias y espíritus originarios, la niñez sigue descalza hundiéndose en el piso árido, se vive en el hacinamiento, millones se desplazan desesperados a ninguna parte, los hombres violentan a las mujeres, la hospitalidad no es de este mundo, la humanidad extingue a los animales, los así creídos exitosos desprecian a quienes suponen no se empeñan lo suficiente.

Pues bien: el cuidado será múltiple y recíproco o no será nada, porque hay que cuidarlo absolutamente todo, resguardar cada milímetro, protegerlo de las guerras, de los falsos profetas de la libertad y de la felicidad, del extractivismo y de la amnesia: cuidar la niñez y cuidar el tiempo de la infancia, cuidar los territorios habitados y aquellos donde todavía no haya nadie, cuidar a las víctimas de sus mercenarios, cuidar las mitologías despreciadas, cuidar las comunidades y sus conversaciones, cuidar los cuerpos de la exigencia agotadora del rendimiento, cuidar la responsabilidad de la palabra, cuidar el saber del utilitarismo, cuidar la memoria del olvido, cuidar la duración de la tierra, cuidar las narraciones que parecen perdidas y que insisten en contar historias aunque parezcan inciertas, añejas y remotas.

Hay que cuidar y cuidarse, éste es el doble rostro de una política, una pedagogía y una poética perdidas a partir de la cual quizá sea posible recomenzar: cuidar para que el mundo, cierto mundo, siga existiendo; cuidarnos para que lo horroroso del mundo no prosiga con su batalla arrasadora. Recomenzar es cuidarnos unos a otros, como si se tratara del fin de un mundo y sea imprescindible recordar, amar y respirar como por primera vez, otra vez, de nuevo: “La memoria es una forma de amor. Sus elecciones son siempre imperiosas y apasionadas” (Guinzburg, 2019: 10).

¿Qué significa recomenzar? Una historia, un cuerpo, una vida que creíamos inanimada o predestinada o ya definida y sujetada, o nula y vacía, abandona la forma de su nacimiento para renacer en una diferencia múltiple de destino; es la bisagra del tiempo y del lugar en la que despierta una biografía, en el que el bios se desprende de su anclaje natural y naturalizado y pasa a tener una historia y a poder contarla.

Pero la vida cotidiana en esta época es engañosa: suele volver familiar aquello que no admite regularidad, se pierde poco a poco toda atención a lo cercano y el mundo se somete a las leyes de un paisajismo humano huérfano de interrogación y de conversación, como si se tratara de una ligerísima imagen estampada sobre un papel frágil que lentamente va borrando sus sentidos y sus palabras. La indiferencia es brutal: en la mirada y en la escucha solo pareciera haber una meta de éxito hacia delante, el utilitarismo vertiginoso y apresurado, que desestima todas las preguntas acerca de la trascendencia del estar aquí y ahora en comunidad.

Prestar atención al mundo y/o prestar atención a las pantallas se vuelve un dilema existencial y hace de la educación o de la formación un territorio de sospechas sobre su continuidad o su interrupción: ¿pedir atención o comercializarla, entretenerla, sujetarla a las publicidades?, ¿atender la extensión y la historia del mundo o a nuestro exclusivo interés y repetición?, ¿atender la alteridad o auto-abastecerse con la propia identidad?

La narración reúne de una vez el ejercicio de la atención, de la palabra y del escuchar. Y escuchar quizá significa reunirse con lo oído, recogerse hacia la palabra que se nos dirige;  porque escuchamos de verdad, escuchamos aquello que se nos dice cuando en cierta forma prescindimos de las sensaciones del oído y comenzamos a formar parte del decir. Ser todo oídos, prestar oídos son expresiones que no hacen más que sugerir que el pensar deriva del escuchar y no lo contrario.  Sin embargo esta vinculación del pensar con el oír no hace del escuchar un sinónimo del comprender, ni es su necesaria conclusión o clausura; el escuchar también puede eludir las trampas de la explicación, de la transparencia identitaria, de la voluntad de entendimiento.

La imposición de un mundo particular por sobre otros mundos determina una relación de primacía y de posesión. Acaba por importar más el punto de vista personal que el universo entero y todo se vuelve previsible a favor de sí mismo. Bien podría haber otra forma de estar en el mundo que no sea el adueñarse de él: la exposición y ya no la oposición, ni la imposición y mucho menos la posesión.

Exponerse es ponerse afuera, en la exterioridad, quitándose del mundo personal, desposeyendo y despojándose en el movimiento, en la corporalidad, en la temporalidad y sobre todo prestando atención a las ausencias, hacia aquello que no está delante o enfrente ni al alcance de la mano, a lo que no se deja apropiar o es inapropiable, o que ya pasó y parece muerto o sepultado, o  aquello que nunca fue inventado, ni percibido, ni pensado. Exponerse allí donde la afección nos vuelva cuerpos presentes en el presente. Porque expuestos al mundo somos el mundo que quisiéramos estar haciendo, sin violencia ni indiferencia y, tal vez, con voluntad y deseos de narración.

La exposición al mundo es un encuentro con la existencia de otras presencias en el presente, eludiendo así la argucia de ser uno mismo el único punto de partida y el destino de todo pensamiento, de toda escritura y toda narración. Por lo general sobreviene el fácil y débil gesto de la representación y la diferencia queda atrapada en un juego de identidades que, como magro resultado, destila negación por todos sus poros; no hay asomo de algo que pudiera ser el plural de otra cosa y, así, se arroga para uno mismo el hacer, el saber, el poder y, además, su enunciado. La filiación entre lo uno, la unidad y lo unívoco es evidente: se da por hecho que el propio mundo es el único mundo y por sobreentendido que la propia vida es la única vida.

En Los hijos terribles de la edad moderna Peter Sloterdijk sugiere que en el umbral de la modernidad tardía se asiste a la pérdida o el vacío del pasado entre los nuevos y que toda respuesta a nuestros problemas estaría en la esperanza o en la espera del futuro. El presente abandona la memoria y se transformaría en una expectación pasiva de lo que vendrá, ofreciendo respuestas o acciones cuyas preguntas ya no estarían desde antes o desde siempre y que no acaban de tener tiempo para pensarse o para formularse, porque son objeto de urgencia y refieren a la búsqueda de un beneficio personal.

Dada la desazón de la existencia se produce un distanciamiento con los enigmas y el agobio que resulta de sostener los misterios o la incertidumbre y, a cambio, se concentra en lo que hay que hacer como adaptación a las exigencias de una época de mercado -sea éste del capital o cognitivo-. Si ya no importa el origen tampoco importarían los mitos y las narraciones, aunque para muchas comunidades narrar el principio sea la única forma de quitarse de la oscuridad y del silencio: Contar o narrar significa hacer como si se hubiera estado presente en el comienzo” (Sloterdïjk, 2015: 72).

Cuando se ignora o sobreviene una amnesia acerca del origen solo queda la  destemplanza de un hoy inanimado sin historia, sin memoria. Como si estuviéramos aquí y ahora solo por obra y gracia de nada ni nadie, apenas gracias a nosotros mismos. Como si se borrara todo ayer y se usurparan la tierra, la vida y el mundo ofreciendo a cambio, una vez más, espejos de colores. Si no hay pasado, no hay mitologías ni narración.

Hay quienes digan que se puede ignorar lo pasado en nombre de un presente inmanente y a favor de un progreso implacable. Es cierto, así como lo es también que se puede vivir sin escribir, sin pensar, sin leer, sin amar. De este modo el mundo quedaría huérfano de sí, despojado de miles de mujeres y hombres que alguna vez hicieron, pensaron, escribieron, amaron algo, para que naciéramos, escribiésemos, amásemos.

Instituto de Investigaciones Sociales de América Latina
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