Hasta siempre, Galeano

Por: Carlos Skliar*

Cada vez que se sabe de la muerte de un escritor, la pregunta sobre ¿qué muere, de verdad?, vuelve a escena. ¿Puede morir, acaso, la memoria de una lectura que ha cruzado como relámpago la vida de tantas personas? ¿Se muere, quizá, una escritura hacia el futuro, pero permanece la escritura hacia atrás, lo ya escrito, lo editado y lo inédito?
Como tantos y tantas, leí a Galeano por primera vez, hace demasiado tiempo, en “Las venas abiertas de América Latina” (cuenta el escritor chileno Luis Sepúlveda que los militares creyeron que se trataba de un libro de primeros auxilios, y por eso lo perdonaron). Esa lectura me volvió ardiente, nos hizo ardorosos de una idea distinta de la historia y sus laberintos. Tal vez no se trataba “sólo” de una lectura, si no de una experiencia de malestar y rebelión, con la que comprendimos que leer era, también, retorcernos en el tiempo, sacudir el polvo de la memoria satisfecha de sí misma, tocar el borde de la ira y la pasión.
Como muchos, también, más tarde descubrí que a Galeano se lo repetía hasta el hartazgo en algunos de sus fragmentos y que comenzaba a no pensarse, a no sentirse, a no conmover, sino a repetirse con cierta impunidad vacía (incluso en párrafos de los cuales es dudable su autoría).
Un homenaje puede ser el de la repetición, es cierto.
Pero intuyo – y deseo- que nada hay de más humano que celebrar lo funesto de una noticia con una ceremonia pequeña, un gesto mínimo y encendido: el de la lectura, el del silencio, el hacer perdurar una voz que no se extingue ni se extinguirá si procedemos a pensar y sentir a Galeano dentro de nuestro lenguaje, haciéndonos buscar nuestras propias palabras en un mundo destrozado por la urgencia, el egoísmo y el obstinado abandono del pasado en nombre de la banalidad de lo nuevo.
Deberíamos descreer de la puntualidad de la muerte, de su ceguera sombría, de su innoble tarea de despojarnos la presencia de lo más amado. Deberíamos, además, desconocer su evidencia literal y olvidar que no nacemos para morir, sino para vivir, para danzar, para escribir. Eduardo Galeano, dicen las malas lenguas, se ha muerto. Tal vez sea verdad. Pero es todavía más cierto que si abrimos sus libros, si no lo olvidamos con la terquedad de la prisa, si seguimos leyéndolo, lo reviviremos cada día más.

* Carlos Skliar es poeta e investigador del Área Educación de la FLACSO Argentina