“El jardín es menos pedigüeño”
Entrevista a Daniel Brailovsky, docente de la Diplomatura Superior en Pedagogías de las Diferencias de la FLACSO Argentina.
Publicado en la Revista Saberes, octubre 2020.
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El uso excesivo de la tecnología, la propuesta de “jardinizar” la primaria, los distintos modos de evaluación, el rol del maestro como un anfitrión y las oportunidades que deja la virtualidad en pandemia, son algunos de los temas analizados en esta entrevista con el pedagogo, especialista en educación inicial, Daniel Brailovsky.
“El inicial no solo es uno de los niveles de enseñanza que a partir de este aislamiento no va cambiar, sino que va a reforzar su identidad como espacio de encuentro ineludiblemente presencial y probablemente esta reafirmación de su identidad sirva de modelo para la primaria”, afirma el Doctor en Educación y Profesor de formación docente en el ISPEI Sara Eccleston y en la Diplomatura Superior en Pedagogías de las Diferencias en FLACSO. Antes de publicar su séptimo libro, Pedagogía del nivel inicial: mirar el mundo desde el jardín, de la editorial Novedades Educativas, el autor plantea que esta situación atípica puede ser “una oportunidad para adoptar y asumir los gestos enseñantes del nivel inicial”. “A mí me gustaría que eso pase”, confiesa.
—¿Cuáles son los desafíos que enfrentan los jardines, en el formato de escuela remota, teniendo en cuenta que el juego ocupa un lugar central?
—Los gestos propios de una maestra —reunirse en una ronda, agacharse para estar a la altura de los chicos, el gesto físico de adecuar el espacio y los objetos para que sean accesibles al cuerpo infantil— son muy difíciles de meter en un Zoom. En la primaria, probablemente las docentes se enfocaron más en lo que se les pide a los chicos (la tarea), que en lo que se les ofrece y se hace juntos. En el nivel inicial es más difícil, porque el jardín es menos pedigüeño y más generoso. Una maestra jardinera está hecha de las cosas que lleva a la escuela, de lo que propone. Siempre hay algo para hacer juntos: saca papeles, plantea abollarlos, unirlos con cinta, fabricar cosas y eso no se puede trasladar al ámbito virtual. Por supuesto, que están haciendo lo posible para llegar a los hogares y que el encuentro de los chicos con sus padres, abuelos, hermanos, en el cotidiano de convivencia, se vea enriquecido.
—¿Y qué consecuencias crees que puede tener esta situación tan excepcional?
—Se habla mucho sobre a qué escuela volveremos después del aislamiento. Creo que el jardín va a reafirmar su identidad pedagógica y espero que sirva de modelo para la escolaridad primaria: que se vea invitada a realizar una serie de transformaciones en su modo de hacer escuela más cercano al nivel inicial. Hace mucho que se habla de la primarización del jardín, cuando en sala de 5, por ejemplo, se pide a los chicos que empiecen a hacer un cuaderno con renglones o cuando les ponen los bancos en fila. Como contraparte de esto me parece que es deseable una jardinización de la primaria.
—¿Crees posible que la escolarización virtual posibilite algún tipo de cambio?
—En primer lugar, no tengo dudas de que se va a resignificar el lugar de lo tecnológico en la enseñanza. Aprendimos muchísimo sobre cómo utilizar algunos recursos y no solo sus ventajas, sino también sus desventajas. Lo técnico tiene limitaciones, que lo sitúa en su justo lugar: el de un buen administrador. A mí me gusta distinguir los aspectos que hacen del docente un buen arquitecto de la enseñanza, un buen diseñador de una propuesta, que piensa los materiales, en un orden, en tiempos, en espacios. Esto es, la otra dimensión de la docencia —en la que el maestro es el anfitrión de un encuentro— que se define por una cierta forma de hospitalidad, de calidez, donde se atiende a lo puntual que está pasando en ese momento (que no es lo mismo del cuatrimestre pasado o del año que viene). Entonces, me parece que las tecnologías son buenos asistentes del docente como arquitecto, pero que se interponen en la mayor parte de las cosas que necesita para ser un buen anfitrión. Este es un buen aprendizaje del momento, en el cual, caídos en la educación virtual, no tuvimos más remedio que dar nuestros cursos presenciales con tecnología.
De pantallas y mediaciones
En su libro próximo a publicarse Brailovsky hace referencia al uso de las pantallas en los más pequeños, y las describe como “esa luminosidad titilante que anula la experiencia exploratoria, suplantándola por un estado de puro de goce sensorial.”
—¿No hay posibilidad de exploración con los dispositivos?
—Me estaba refiriendo a un trabajo compartido con el psicomotricista Daniel Calmels sobre la exploración en el jardín maternal (titulado Jardín maternal: dar a explorar, dar experiencia), donde retomamos una observación sobre las pantallas y los bebés. El brillo de los dispositivos difiere de la curiosidad y del llamado de ciertos objetos que, puestos en manos de los chicos de manera compartida con los adultos, promueven algo del orden de lo educativo. Apenas se enciende la pantalla la mirada de los chicos va hacía allí, y por lo tanto uno podría creer que hay algo genuinamente interesante. Sin embargo, cuando los chicos se quedan dos horas mirando Peppa Pig es porque Peppa Pig no tiene ninguna demanda de interacción: hay algo hipnótico en ese tipo de estímulo. Daniel Calmels lo llama capturante. En ese punto, la hiperpresencia de dispositivos electrónicos es un llamamiento a acompañar a los niños en esa experiencia, a no dejarlos solos, a significar juntos las cosas que pasan de este y de aquel lado de la pantalla. Aunque en este contexto, son necesarias, no es lo mismo hablar sobre lo que pasa en un dibujito animado que dejar al chico enchufado: no es la misma pantalla.
—Claro, la experiencia es distinta cuando el niño interactúa con un adulto, con un docente…
—A mí me parce que hay una diferencia importante entre visualizar contenidos estandarizados, ya sea de Netflix o de YouTube, que recibir un mensaje personal de la docente en el cual se recupera algo del tiempo en el que estaban juntos o se avizora y se desea el momento en el que vuelvan a estar en presencia. Los maestros no somos Youtubers: somos profesionales que, eventualmente y porque no tenemos más remedio, utilizamos los medios digitales para hacer lo que sabemos hacer, que es enseñar. Un profesional que utiliza la pantalla para enseñar está en una posición distinta que el Youtuber, que produce contenidos para una plataforma, busca seguidores y tener éxito para que las empresas le esponsoreen sus videos. Las experiencias de los chicos y chicas con sus docentes son mucho más enriquecedoras que las del puro consumo.
—¿Resulta difícil generar un vínculo pedagógico a través de una pantalla, sobre todo en el nivel inicial?
—Dificilísimo. Sé que los docentes están enviándoles amorosamente propuestas y materiales para que hagan en sus casas, pero el Zoom funciona de una manera mucho más precaria con los alumnos del jardín que con los más grandes. En el caso de los chicos mayores en cambio —y lo digo como docente de estudiantes del profesorado que tienen 19, 20 años—, vi que estas mismas personas que en sus redes sociales buscan mostrarse, ser vistos, entablar lazos e interacciones, en las clases por Zoom apagan sus cámaras, silencian el micrófono y se ponen en una posición muy escolar de espectadores. Entonces, evidentemente, no se trata de “tecnología sí, o tecnología no”, sino de cómo las culturas de las redes y las culturas escolares difieren y se viven de una manera diferente cuando se yuxtaponen. En el caso de nivel inicial, los chicos están aprendiendo a ser alumnos. No pueden reconstruir en los cuadraditos del Zoom la experiencia de estar en el aula ya que el ejercicio de la alumnidad es un ejercicio que solo puede hacerse de cuerpo presente en el jardín.
Evaluaciones y rol del docente
Según Daniel Brailovsky las calificaciones están sobrevaluadas y su lugar administrativo no debería intervenir en la relación pedagógica.
—¿Se puede decir que estás a favor de la “abolición” de las calificaciones?
—A mí, la fantasía de abolir las calificaciones me rodeó desde mucho antes que el Ministerio determinara cierta pausa en el ímpetu calificador de la escuela. En la hipótesis de cómo sería un sistema educativo sin calificaciones, lo primero que uno piensa es en el caos, porque son las que supuestamente guionizan la vida escolar. Pero las evaluaciones numéricas no son la expresión de una genuina curiosidad del docente sobre las huellas de su enseñanza. Son la respuesta a una demanda administrativa del sistema. Ahí se distingue claramente lo que es evaluar de lo que es calificar. La primera tiene que ver con la respuesta a las preguntas sobre qué les pasa a mis alumnos a partir de mis propuestas de enseñanza, cómo lo viven, aprenden, se ven afectados. Pero si hasta uno mismo se ve en problemas si tiene que responder minuciosamente a preguntas como qué cosas sabe, cómo llegó a saberlas, en qué medida somos capaces de algo, mucho más difícil es decir qué puede, qué sabe o de qué es capaz el otro.
—Pero el sistema exige que al final de un curso se dé cuenta numérica de lo que pasó en el año
—Pero esa calificación ocupa demasiado lugar en las relaciones de enseñanza. Las relaciones podrían seguir existiendo con unas calificaciones de las que los alumnos nunca se enteren, o no les importen, y en las que los profesores no las utilicen como un elemento de la relación: ni para amedrentarlos, ilusionarlos, estimularnos, premiarlos o castigarlos. Que existan porque las demanda el sistema y por razones administrativas, pero que no se metan tanto en las relaciones de los docentes con sus estudiantes. El mensaje para mi alumno no es un ocho: eso sería muy mezquino. Yo le tengo que decir: leí lo que escribiste, miré lo que hiciste, me pareció tal cosa. Es la misma distancia que hay entre el informe del chico del jardín que dice “puede esto, no puede aquello” y el que cuenta una experiencia compartida. Creo que la misma diferencia puede trasladarse a los otros niveles de enseñanza.
—En tu libro también proponés despojarla de todo sesgo técnico, metodológico o utilitarista.
—Sí, la evaluación en el nivel inicial es un tema instalado y a mí me ha dado por problematizarlo. Lo que creo es que el juego en el jardín pierde mucho si se lo atraviesa compulsivamente con preguntas como ¿qué contenidos puntuales está aprendiendo el niño mientras juega?, y en cambio la mirada sobre el juego crece, se enriquece, es más interesante, si se lo piensa desde un lugar más blando, más abierto. Esto se puede ver en los informes que se hacen y son, de alguna manera, el lugar en el cual se plasma la mirada evaluativa de los docentes. Informes parecidos a la descripción objetiva (o pretendidamente objetiva) de un sujeto, hecha totalmente desde afuera, poniendo al docente en un lugar de observador neutro que realiza cierta contabilidad de lo que el niño es capaz de hacer o lograr. Un informe que comienza diciendo, por ejemplo: fulanito es un niño muy alegre (ahí la directora va a corregir que “se muestra” alegre, porque no debería hacer afirmaciones categóricas) y describe luego cómo entra al jardín, cómo acomoda sus cosas, si es capaz de reconocer las letras de su nombre, si disfruta y participa de ciertas actividades, si comparte sus experiencias personales en la ronda de diálogo. Esta descripción de lo que el niño puede, sabe o es capaz, da cuenta de una mirada sobre el alumno como una cajita a la que se va llenando de cosas. Como una línea de montaje en la cual se le van poniendo nuevas competencias, capacidades, habilidades a un sujeto al que se está preparando para algo.
—¿Cómo sería esa mirada más blanda o abierta?
—Todo esto es muy distinto a un relato de las experiencias en las que aprender, jugar, estar juntos, encontrarse en la sala, den lugar a un texto más narrativo. Un texto, además, en el que el propio docente se sienta implicado. Entonces en vez de fulanito puede esto, le falta aquello, uno podría decir: en este periodo en la sala trabajamos en tal proyecto, en el cual este niño se involucró de tal manera y pude ver tal y cual cosa, me hice tales y cuales preguntas, y yo, el docente, que también estaba ahí, observándolo jugar, noté tal o cual cambio. Es una manera más propia de la mirada pedagógica del nivel inicial.
—¿Y este criterio también se podría trasladar a otros niveles?
—Sí, cuando hablo de “jardinizar” la primaria es en términos de enseñanza y en términos de evaluación. Yo creo que la evaluación ocupa un lugar exagerado, hasta se evalúan las emociones de los chicos a través de coeficientes y de ejercicios de bitácoras de emociones como para ver si son correctas o no. El alumno está excesivamente vigilado en sus resultados. Y me pregunto ¿eso tiene sentido? En las historias escolares que pueden escucharse es rarísimo encontrar algún ejemplo en el cual esta obsesión por medir los resultados haya tenido algún efecto positivo. En cambio, es mucho más común escuchar historias en las cuales esta obsesión, que deviene en etiquetar a los alumnos como exitosos o fracasados, tuvo efectos negativos: convencieron a los chicos de que no podían. Creo que está bastante demostrado que esto no sirve. Pero en una sociedad muy atravesada del imperativo del exitismo es natural que las lógicas más medicionales, inspiradas en los modelos empresariales tengan éxito.
Fuente: Revista Saberes (Publicación del Ministerio de Educación de la Provincia de Córdoba).