Desafíos de la educación en tiempos del coronavirus
Entrevista a Carlos Skliar, investigador del Programa Políticas, Lenguajes y Subjetividades en Educación del área Educación de la FLACSO Argentina.
Publicada en El Sureño, 4 de marzo de 2021.
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Ante el inicio de un ciclo lectivo marcado por la pandemia, Carlos Skliar, investigador de FLACSO y CONICET, reflexionó acerca del porvenir del sistema educativo argentino y los desafíos que se abren de cara al futuro.
BUENOS AIRES (Por Magalí de Diego y Nicolás Camargo Lescano). La pandemia barrió con supuestas verdades y puso en debate todo lo que se conocía. Casi de la noche a la mañana hubo que repensar cómo educar desde las distancias, se resignificaron los vínculos entre estudiantes y sus docentes y se volvió a debatir el rol de la escuela en el marco de una sociedad convulsionada. Con factores sociales y culturales jugando fuertemente, ¿qué escenarios se vislumbran para la educación, de cara al futuro?
Estos son algunos de los temas de estudio de Carlos Skliar, investigador del Instituto de Investigaciones Sociales de América Latina (IICSAL), FLACSO-CONICET. “Es necesaria una verdadera disputa cultural a propósito de la educación que es y la educación que vendrá postpandemia, ya que se trata de un debate álgido a propósito del presente y del devenir de la humanidad”, remarcó a la Agencia CTyS-UNLaM Skliar, quien también es vicepresidente del PEN (Poetas, ensayistas, narradores) de Argentina.
“Es curiosa la existencia de una corriente de ideas que insiste en afirmar que hemos perdido el año o que hay que recuperar el año. Se han perdido presencias, sí, pero el tiempo que hemos vivido quizá abra las puertas para una educación diferente y una humanidad distinta”, aclaró el especialista, a la vez que profundizó sobre las funciones y desafíos de los docentes, los aportes de la escuela para dimensionar la pandemia y la bimodalidad como nuevo horizonte.
-¿Qué aspectos y vínculos en la escuela, no sólo educativos, sino también sociales, siente que quedaron más en evidencia en estos meses de pandemia y de educación virtual?
-Tengo la sensación que todo el lenguaje educativo -y sus prácticas, y sus acciones, y sus efectos- se vio conmovido durante la pandemia. Algunas palabras recuperaron su sentido ético y otras se volvieron negligentes o meros escondites para intentar explicar la incertidumbre y la excepcionalidad de un tiempo único. Noté que era imprescindible hacer una profunda distinción entre dar clases e ir a la escuela, entre la presencia y la existencia, entre la conectividad, la comunicabilidad y la disponibilidad, entre la función y la forma de hacer escuelas. Valoré de un modo especial esa suerte de “fuerza docente” que consiste, siempre, en levantar los escombros de las crisis sociales, económicas, culturales para reconstruir el sentido de la educación.
-Después de lo vivido en el 2020, ¿cómo cree que se resignificará la definición y la función de la escuela y de los docentes? ¿Se puede dar un espacio para repensar sus roles y alcances?
-Es imprescindible un estado asambleario para esa resignificación, un modo comunitario de volver a pensar la educación prepandémica y los hallazgos, las potencias y las impotencias de lo acontecido durante la pandemia. No se trata apenas de una crítica o de una toma de conciencia, sino de una verdadera disputa cultural a propósito de la educación que es y la educación que vendrá o, para decirlo de otro modo, se trata de un debate álgido a propósito del presente y el devenir de la humanidad. Por supuesto que, en primer lugar, la cuestión es hacer presencia (presente) lo que estuvo ausente, reconocer los estragos, los daños, partir de lo extraño y lo extrañado durante estos tiempos, preguntarse de verdad qué nos ha pasado, cómo estamos, cómo distinguimos las acciones provisorias en términos de lo que permanecerá o no entre nosotros como pensamiento y acción educativa. Hay una fuerte imagen de recuperación de la esencialidad educativa pero también hay precariedad y soledad en la tarea o en el oficio docente.
-Desde que inició la virtualidad muchos padres y madres se encontraron ante un escenario muy desafiante, en un contexto ya de por sí difícil. ¿Siente que faltaron tal vez herramientas que favorezcan el diálogo entre las familias y las escuelas, para una ayuda mutua?
-Hay algo que no puedo evitar decir y es que se ha hecho muchísimo. La acción pedagógica fue frenética, se multiplicó más allá de la coyuntura, se irradió en todas direcciones, y todavía es muy pronto para juzgar su absoluta pertinencia. Pero es necesario partir de una valoración afirmativa de la tarea docente y del acompañamiento familiar, que tiene que ver con lo posible en tiempos de extrema dificultad, incluso en términos de desmesura lindante con la extenuación. Dicho esto, siempre pensé en la separación necesaria entre escuela y familia o, para decirlo más claramente, en la no continuidad entre el mundo íntimo y privado y el mundo colectivo y público. Creo que se trata de dos esferas distintas, de un pasaje entre la vida que toca y la vida que se multiplica en sus posibilidades de destino. La pandemia puso en tela de juicio o en suspensión estas ideas y exigió la colaboración, la superposición de esos dos mundos por definición distintos. Quizá habría que pensar que, en efecto, se trata de dos órdenes distintos, pero en necesaria complementación y no contradicción. Y esa conversación es y será ardua y compleja: lo que deseamos para nuestros hijos y lo que deseamos para nuestros estudiantes no es transparente ni coincidente y, aun así, forman parte de una misma trayectoria de vida. Creo que habría que partir del sufrimiento de la comunidad para rehacer o inventar esta nueva conversación familias-escuelas: allí, en ese dolor e incertidumbre, pero también en el deseo de otras formas de vida y convivencia, está la clave para pensar lo común, lo colectivo.
-¿Cuán efectiva puede ser la lógica bimodal a la que se apunta ahora en un país donde los recursos tecnológicos, imprescindibles para la parte virtual, son tan desiguales?
-Más allá de este contexto de incertidumbre y de compleja gestión -donde la apuesta por la continuidad requiere de conectividad, aún sin lograrlo en términos de masividad, gratuidad y equidad- hay una impronta tecnocrática que consistiría en suponer que la conexión ya es de por sí la comunicabilidad y que la comunicabilidad tiene sentido por sí misma. Dicho de otro modo, que se anteponga la determinación de un formato tecnológico a la pregunta por el sentido de aquello que se hará conjuntamente. La invasión en estos tiempos críticos de recursos, formas, estrategias, diseños, herramientas, programaciones, todos ellos afiliados a la idea de virtualidad crea una preocupación que resulta insoslayable. Por supuesto que la pregunta que habría que dejar expuesta aquí tiene que ver con aquello que es necesariamente provisorio -como solución pragmática delante de una coyuntura inédita- y aquello que es o será más o menos permanente -como lenguaje e ideología más allá de la coyuntura-.
-En alguna entrevista marcó la necesidad del debate sobre si la escuela es aliada del tiempo libre o del tiempo de trabajo. ¿Es válido pensar a la escuela como una institución que ayude a los chicos a entender y dimensionar lo que es la pandemia y, a partir de ahí, repensar, también, el tiempo libre y el tiempo de trabajo?
-Es curiosa la existencia de una corriente de ideas que insiste en afirmar que hemos perdido el año o que hay que recuperar el año. Creo que estamos de frente a tres cuestiones sobre las cuales vale la pena detenerse: 1) la diferencia en dar o hacer y recibir clases e ir a las escuelas; 2) la vaga noción de “aprendizajes significativos”; 3) si lo hecho en términos educativos fue o no una “pérdida de tiempo”. Ir a las escuelas, estar en ellas, no se reduce y excede por completo a la acción de dar clases; los aprendizajes significativos trascienden la esfera de lo escolar para instalarse en una biografía formativa de más largo alcance; se han perdido presencias, sí, pero el tiempo que hemos vivido quizá abra las puertas para una educación diferente y una humanidad distinta. Lo que la pandemia pudo haber resignificado es nuestra fragilidad humana, la tenue separación entre la vida y la muerte, la salud y la enfermedad, lo efímero y lo trascendente. Pudimos haber aprendido cuestiones tan esenciales como las del papel del Estado, de la ciencia, de las escuelas, de la política, de la solidaridad y el egoísmo, de la generosidad o de la mezquindad, del comunitarismo o del individualismo, de lo que se interrumpe, de nuestros límites, de la contingencia, de un mundo voraz que todo lo transforma en mercancía y de un mundo de cuidado y de compañía. Aprender en fin el cuidado del mundo y el cuidarse del mundo, nada menos.
-¿Qué elementos considera que son esenciales para poder romper con esa lógica de “espacio de preparación para el mercado” y para que los postulados en torno a una “nueva educación” no queden en meros discursos?
-Soy partidario de pensar las escuelas más allá y más acá de sus finalidades externas o de sus funciones históricamente atribuidas y naturalizadas. La educación no es un mero reflejo de época, ni tiene un sesgo de mansedumbre y servidumbre con las exigencias adaptativas que la época impone. Tampoco es un bazar de novedades. Educación es también, y sobre todo, disputarle a cada época sus aparentes virtudes, esos atributos que se deciden fuera de las escuelas, básicamente en las industrias mediáticas y de entretenimiento, para detener ese impulso frenético de la aceleración, la adultización de la niñez y el vínculo estricto con el conocimiento provechoso y lucrativo. Las escuelas, en ese sentido, no pueden ser reductos reproductivos de las exigencias turbias de un tiempo ya definido como enfermizo, agotador, extenuante. Tienen como tarea no olvidar lo desechado, lo ignorado, lo abandonado de su tiempo, incorporar lo caído, lo que fue arrojado como residuo, tanto desde el punto de vista de los sujetos como de la cultura. Es un tiempo presente que debe tener un sentido compartido imposible de ignorar o de postergar. No es una promesa que alguna vez se cumplirá: es un estado vigente en el que ocurren cosas cuyos destellos se inundan del pasado y se irradian hacia el porvenir. El mercado es un monstruo que destruye todo lo que no considera utilitario a sus fines; las escuelas reinstalan o podrían reinstalar la noción de tiempo libre en el sentido de desvincular el conocimiento de su lucro y su trueque, de “perder en el tiempo” para tener otra experiencia temporal que no la de la aceleración, que insiste o debería insistir en no olvidar la filosofía, el arte, los lazos, lo común. Quizá estemos delante de un umbral sensible: si la educación retomará esa alianza brutal con un mundo enceguecido por el éxito individual, o si recordará e inventará un tejido comunitario completamente distinto.