El coronavirus desenmascara la posverdad
Por Alejandro Pelfini
Dr. en Sociología (Universität Freiburg, Alemania) y director del Programa de Estudios Globales, FLACSO-Argentina. |
Dr. Santiago Luis Pelfini (médico tisiólogo, 1922-2018)
In Memoriam
Dentro de los ensayos y análisis que se van multiplicando en las últimas semanas a raíz de la dramática expansión global de la pandemia del coronavirus o COVID-19, se suele hacer referencia a causas, implicancias y derivaciones que van desde las debilidades de la cooperación internacional para prevenir y enfrentar el virus, la importancia del Estado en la provisión de bienes públicos esenciales (aun con el riesgo de vigilar en demasía la intimidad y la movilidad de las personas), los efectos que han tenido los diversos ajustes en países de Occidente en los sistemas de salud, la depresión económica global y hasta la transformación de hábitos cotidianos durante y esperemos que después de la catástrofe.
Sin embargo, una cuestión no menos relevante que apenas resulta mencionada tiene que ver con el plano comunicacional y con la construcción de la esfera pública: el modo tan tajante en que la pandemia deja fuera de juego la llamada posverdad. Se trata de un neologismo que en 2016 fue elegido por el Diccionario Oxford como la palabra del año (“post-truth”) debido a su creciente presencia en la comunicación política y que “denota circunstancias en que los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública, que los llamamientos a la emoción y a la creencia personal”. Según la RAE, la posverdad es una “distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales” y encuentra que los demagogos serían maestros de la posverdad. No es casual que la difusión del término se haya dado junto a la expansión de partidos antisistema en Europa, el referéndum por el Brexit en Reino Unido, la victoria de Donald Trump en las elecciones presidenciales de noviembre de 2016 en EE.UU. En nuestra región el representante más conspicuo de esta tendencia, arribada más tardíamente, no sería otro que el presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, asumido en enero de 2019.
Si hubo en los últimos dos meses una respuesta errática, caprichosa y poco efectiva a la expansión del coronavirus fue justamente la que mostraron líderes que hacen culto de la posverdad y de los discursos del odio, desde Hungría hasta Filipinas, desde el “virus chino” de Trump a la “griprecita” de Bolsonaro. La respuesta inicial quedó presa del negacionismo y del particularismo nacionalista que creía poder librar a la propia nación de este flagelo simplemente apelando a la voluntad divina. Recién con el hecho consumado de una explosión de contagios, se comenzaron a tomar algunas medidas más drásticas, pero en general de menor magnitud que las implementadas por autoridades subnacionales y nunca tan radicales como para poner en riesgo el cortoplacismo de la productividad y del funcionamiento de la economía. Ciertamente que uno podría contar aquí también a López Obrador en México, aunque sus intervenciones públicas devaluando la importancia de la pandemia tuvieron un tono más bien telúrico, fueron eliminadas rápidamente y no es posible incluirlo tan fácilmente dentro de los discursos de la posverdad.
La crudeza del virus hace superflua la retórica provocativa, patriarcal y burlona con su facticidad brutal: posee una tasa contagio como ningún otro virus existente y cuenta con una la altísima tasa de letalidad como muestran países como Italia y España, y ahora los mismos EE.UU. Esto nos recuerda otro modo de designar a la posverdad: en Alemania, la palabra del año 2016 seleccionada por la Sociedad para el Idioma Alemán (GfdS) fue una similar, pero más precisa: “postfaktisch”; es decir, más allá de los hechos, que se vuelven anecdóticos. En un constructivismo radical, lo que importa son las creencias y las emociones en torno a los hechos, que al fin de cuentas se terminan construyendo. Para ello se dispone de toda una parafernalia de trolls, fake news, algoritmos para producir mensajes segmentados según los más variados perfiles valorativos e ideológicos.
Al fin de cuentas, ante la dramática fuerza de la facticidad de la pandemia, las respuestas más equilibradas, racionales y efectivas son aquellas que toman en serio los hechos y que descansan en el conocimiento que ofrece la ciencia y los expertos en epidemiología, infectología y salud pública. Ciencia que no apuesta necesariamente a la búsqueda de una verdad única y definitiva, sino a una situada y práctica. Un tipo de conocimiento no orientado primordialmente al progreso material y tecnológico y a la voluntad de poder, sino puesto al servicio de la vida como bien supremo.